Ignacio de Loyola escribió “la contemplación para alcanzar amor” dentro de sus Ejercicios Espirituales, y no precisamente la primera semana. Requiere algo más que tiempo llegar. Hoy, en época democrática y siendo responsables de lo que llevamos entre manos, quizá escribiera una meditación para alcanzar el voto, como maestro en las cosas del espíritu, haciendo muy especial y hondo el discernimiento.
Hablar de “meditación” significa recuperar el cuidado por ciertas cosas y requerir la moderación, la distancia. Decir “alcanzar” es llamar a ponerse en camino, embarcarse en una empresa mayor, saberse andando por el mundo, entre cosas aunque con una meta distinta a ellas. Eso, tan antiguo, que recuerda ser de la tierra o del pueblo o de ciertos pensamientos, pero sin ser ni de la tierra ni del pueblo ni de ciertos pensamientos. Dos focos reconciliados y puestos en tensión: ser uno mismo, sin ser uno mismo, es decir ser por y para otro.
La crisis de toda democracia actual resulta ser, a poco que se sepa, la de siempre. Hoy, teñida por las nuevas tecnologías. A cada generación le parece, cuanto más joven incluso aún más, que lo suyo es tan nuevo en el mundo como sí mismo. Es la norma y la ley del ego. Bastaría con leer con una cierta intensidad al Sócrates más o menos platónico para darse de bofetadas al caer en males o preocupaciones tan antiguas, sin ser capaces de superarlas. La crisis de la democracia es la debilidad de su sistema, la fragilidad de la razón y el temor –infundido, más que paliado– a los demás y distintos tomados en apariencia como enemigos. Nada más y nada menos que la desconfianza, a la que son tan sensibles los sistemas (económicos, y educativos, y laborales, y sociales, y culturales), vivida como algo naturalmente humano. La maldad es la desconfianza, que provoca falta de esperanza y desánimo, con la consecuente dejadez y el pasotismo ante lo importante.
En esta meditación para alcanzar el voto, intuyo como algo imprescindible el agradecimiento por lo recibido. Sentarse y reparar en lo mucho que ha avanzado Europa en tantas direcciones de la mano de la democracia, lo mucho que debemos, sin haber trabajado por ello, por el sistema que nos gobierna. Dolernos igualmente por sus fallos, errores, carencias, corrupciones, desigualdades con sentido corazón y con apertura. Recuperar lo vivido, hacer memoria. Más rica, si cabe, si se ha tenido la oportunidad de vivir fuera de este sistema y conocer el mundo no democrático y de libertades.
En segundo momento, después de la situación de partida en la que nos reconocemos parte de la realidad, reconocer lo hecho por uno mismo en y por la democracia. Nuestra participación y cómo nos hemos involucrado en ella, de qué modo y manera somos parte, sin mirar de lejos la realidad, y hacerla nuestra. Con acciones o torpe indiferencia, con compromiso o asentados en lo propio. Tomar de este modo nuestra situación en democracia dentro de ella, no fuera. Lo democrático sería precisamente llamar, no a un enfrentamiento con lo otro, sino a situarnos en el propio reconocimiento de nuestra acción o inacción. Demostrando así que el ‘demos’, que tiene la autoridad, es la convivencia y no la marginación del otro.
En tercer lugar, cuál será mi acción y con qué interés. Siendo claros, sin medias tintas, con la honestidad que da el saberse (cristianamente, ante Dios) ante uno mismo: ¿cuánto amor, cuánta inteligencia, cuánto compromiso soy capaz de poner en mi voto? Si se trata de “votar”, sin más, casi cualquier cosa vale con la confianza de ser una minúscula parte del puzle, responsable solo ante sí mismo. Si se trata de participar, es decir de ser solidariamente razonable y racional, y ser capaz de recibir solidaridad del otro, todo se vuelve de una responsabilidad extrema, cuyas consecuencias seguiré sin desatender como conviene. Velaré no solo por el ahora del voto, sino por lo que venga después.
El caso es que –si se quiere, simplemente por democracia– votar es una acción, políticamente muy seria, incomprensible sin un pensamiento muy antiguo, elevado al máximo el mismo Cristo, según el cual se debe “amar al prójimo como a uno mismo”. Y la democracia, que no atiende siempre a las razones de los más cercanos, confía en que este sistema de unión de unos con otros sea capaz de encontrar cierta luz para todos.