Cada vez que llega el parón estival tengo dos sensaciones contrapuestas. Por un lado, es como si dejáramos todo aparcado, nos despreocupáramos de nuestras responsabilidades, e hiciéramos oídos sordos a todos aquellos clamores que durante el año nos han conmovido. Llega el verano, y es infantil pensar que el dolor, la pobreza, la soledad o la desesperación cesan, que las guerras se detienen, que las mujeres ya no sufren violencias, que nuestros alumnos ya no nos necesitan, o que la preocupante deriva del planeta queda en pausa. Parece como si nuestro compromiso con la realidad pudiera tomarse vacaciones, como si nuestra fe pudiera devaluarse durante unas semanas. Es evidente que esta perspectiva es solo la de los que podemos permitirnos el lujo de elegir dónde queremos estar y cómo queremos vivir durante este tiempo.
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Por otro lado, cabe pensar que el verano es un anticipo de lo que el Padre nos tiene reservado: aparcados los horarios desaparece el tiempo y, cada vez que el sol nos despierta, lo que recibimos es una invitación a la placidez, al disfrute con los nuestros, al descanso del alma, a la sintonía total con la naturaleza. Dichosos los que podemos gozar de estos momentos.
En cualquier caso, dada mi deformación profesional, a lo que siempre me invitan de manera persistente los últimos días de junio es a hacer memoria y a cerrar la carpeta hasta septiembre: hacer memoria es una bonita manera de decirnos que el fruto de nuestro esfuerzo en algún sitio ha quedado.
Así acabo de revisar las cuestiones que me han preocupado a lo largo del año, los motivos por los que he considerado necesario sacudirme el polvo y, como casi siempre que hago memoria, me sorprendo al ver que mis escritos están muy por encima de mí.
Mis preocupaciones
Escribí de los retos que la educación nos marca a los que seguimos a Jesús, de la importancia de compartir misión en las instituciones católicas y del valor del laicado en la construcción del Reino y de una nueva Iglesia.
Escribí del valor de cada persona por encima de todo y de lo importante que es tener la mirada atenta a las necesidades de todos los que sufren en los márgenes de nuestra sociedad, o padecen la locura de la guerra, o las heridas que provocamos a nuestra Tierra.
Escribí de lo silenciada que está la sensibilidad religiosa en nuestra sociedad, de lo denostada que está la trascendencia, de la autosuficiencia con la que vive esta humanidad mientras es incapaz de resolver sus grandes problemas, los personales y los globales.
Escribí del déficit emocional del clero, y de cómo afecta a decisiones morales de la Iglesia en el contexto del sexo o la familia.
Escribí del gran pecado de la egolatría, y de la imposibilidad de edificar una vida plena y fructífera solo desde el “yo”.
Intenté escribir abriendo luces de esperanza, aún sabiendo que la realidad no siempre nos es grata, y que son muchas las cosas que parecen no tener remedio, pero haciéndome consciente de la importancia de lo que cada uno podemos aportar.
Y quise estar atento en cada escrito al susurro cariñoso de Jesús, maestro, desde el eco de su Evangelio y al legado magisterial de esta Iglesia, tan torpe y a la vez tan iluminadora.
Me costó escribir algunas veces: cuando necesitaba callar, cuando necesitaba silencio o cuando me sentí justamente reprochado al escuchar, en palabras de Jesús, que “en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen” (Mt 23,2-3).
En cualquier caso, cuanto menos, este ejercicio semanal ha sido una buena oportunidad para sacudirme el polvo.