Me llevé la mano al corazón cruzando mi mirada –la mascarilla nos obliga a hablar desde los ojos, más abiertos si cabe– con la de un “mena” musulmán. En otro tiempo no pandémico le hubiera acariciado. Construyendo la ciudad de los abrazos y los cuidados. Otros, sin embargo, prefieren escupir desde muros, murales y palabras contra los “menas” con acusaciones simplistas, mentirosas, torticeras y que pueden favorecer el odio y la xenofobia. No hablo para los que ya están convencidos de apoyar a los menores migrantes no acompañados, sino para los que necesitan el empujón para acariciarlos (acoger, proteger, promover e integrar que diría el Papa) aunque sean extranjeros.
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Yo quiero ser VOZ (con “zeta”) o susurro, uniéndome a las de muchas instancias propias o ajenas –con el prójimo, esta vez menor, vulnerable y sin voz– para convertirla en eco profético.
En mi época en la Conferencia Episcopal, el fallecido presidente de la Comisión de Migraciones, Juan Antonio Menéndez, me dijo y escribió: “Un niño migrante no acompañado no tiene nada más que el día y la noche. Pensemos, por un momento las penurias que tiene que sufrir cuando sale de su país con lágrimas en los ojos mirando hacia atrás donde deja a sus padres porque no le pueden dar un futuro digno. Con arrojo y valentía, el adolescente migrante mira hacia adelante, busca un mundo mejor. Se une a los adultos que huyen de la hambruna, de la guerra o de la falta de libertad. Sufre las penalidades propias del camino migrante sin el calor del hogar, sin poder estudiar y jugar, con hambre y con sed. Sus almas laceradas por la injusticia se reflejan en sus rostros trises, inmóviles y sin expresión”.
Este será mi compromiso más allá de cualquier aviso electoral: “escuchar” lo que me dice la mirada de estos pequeños, que son muletilla electoral para arrojar al contrario y de los que posteriormente se olvidan pronto. Mirar con ellos. Hacerlo en su nombre me avergüenza dado el maltrato que les damos los que no somos ni menores ni extranjeros.
Convertir rostros en amenaza
Algunos quieren convertir ese rostro y su mirada en amenaza e invasión solo por ser niños y migrantes.
Quise buscar algún poema para contener la rabia contenida y decir con palabras mucho mejores que las mías –y con mucha más autoridad– la defensa evangélica imprescindible que nace de la rebeldía inmediata (audacia evangélica) en defensa de quien no se puede defender. Encontré muchos a partir de aquello de que “quien no sea como un niño no entrará en el Reino”. Me quedé con estas:
“¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena”.
Los menores migrantes son el 0,2 por ciento del total de la población española. Y el autor de estos versos que uso para defender, como la Iglesia hace desde su fe junto a tantos colectivos sociales, es Miguel Hernández. Epígono de la generación del 27. Muerto en un centro de detención alicantino en 1942. No pudieron cerrarle los ojos, por lo que su amigo Vicente Aleixandre compuso la ‘Elegía en la muerte de Miguel Hernández’.
Te recomiendo leerla ante la mirada de los llamados menas. Y asombrado como yo, podrás repetir: “No lo sé. Fue sin música. Tus grandes ojos azules abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante”.
Y oirás: “Huye! ¡Escapa! No hay nadie”. Como huyen de su trágico destino y de las, a veces, inmisericordes propuestas que les hacen. Simplemente porque son extranjeros “antes” que niños.
Quiero el Amor evangélico “traducido” por Vicente Aleixandre:
“¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?”.
Lo dijo aquel que fue niño migrante y no bien recibido por los suyos, mirando, con los ojos abiertos desde lo alto de la cruz. Antes de que se los cerraran.