Es casi imposible caminar por las grandes ciudades sin toparse con la dolorosa realidad de la pobreza, a veces llevada a grados extremos. Niños semidesnudos durmiendo en la calle, familias enteras sin un techo bajo el cual poder crecer juntos, jugar, amarse. Ancianos abandonados, personas que ya han perdido por completo la razón, jóvenes drogados o borrachos durmiendo en la calle. La enumeración puede ser muy larga, pero, desgraciadamente es innecesaria: todos hemos podido ver esas imágenes y hemos sentido el mismo dolor y la misma impotencia. Sin embargo, junto a esas realidades hay otras, quizás invisibles, pero no menos hirientes: miedos, soledades, fracasos amorosos, angustias silenciosas que van destruyendo el interior de las personas. También en este caso la lista es muy larga, pero conviene detenerse en ella porque se refiere a lo que no vemos, los mendigos invisibles de afecto, de escucha, de compañía.
Se habla mucho sobre “las urgencias pastorales de la Iglesia”, pero no suele catalogarse entre ellas el desafío que nos plantean estas pobrezas, estas miserias, que no solo ambulan por las calles sino también por nuestras iglesias, incluso, si observáramos bien podríamos encontrarlas en esas reuniones en las que hablamos de cómo ayudar a “los que menos tienen”, o de cómo celebrar bien una hermosa ceremonia de “primera comunión”. Parece que estamos rodeados por un inmenso dolor invisible que no encuentra en nuestras comunidades un lugar de expresión, un sitio para el consuelo. Una multitud espiritualmente hambrienta nos envuelve y no logra encontrar en nuestras comunidades esas palabras y gestos que necesita.
Sí, es cierto que es mucho lo que se hace y que es admirable, pero no busquemos consuelos fáciles, en nuestro mundo globalizado, secularizado, tecnologizado, saturado al mismo tiempo de consumismo y de pobreza, cada día son menos los que sienten que en la Iglesia pueden encontrar la palabra o el silencio que sus corazones necesitan. Es una verdadera tragedia para los creyentes que la Iglesia vaya dejando de ser un lugar en el cual encontrar respuestas espirituales. Un pobre que no tiene qué comer mira hacia la Iglesia y se acerca a ella con la esperanza de una ayuda, pero quienes buscan palabras que le den sentido a su vida o a su dolor, difícilmente piensen en la Iglesia como el sitio en el cual pueden encontrar lo que necesitan. Por algo ha surgido un ruidoso mercado “religioso” que ofrece todo tipo de “soluciones”, a veces mágicas y supersticiosas, pero en otras ocasiones profundas y serias, aunque completamente alejadas de nuestra fe.
¿Qué hicimos para que en nuestro tiempo la palabra del Evangelio haya dejado de ser interesante para millones y millones de personas? ¿Qué hicimos para que la misma persona de Jesús haya dejado de ser atractiva y desafiante? No es fácil lograr algo así, es sorprenderte que lo hayamos conseguido, jamás en la historia Jesús fue alguien intrascendente ¿Qué hicimos? Me atrevo a proponer una respuesta: los vaciamos de carne y sangre, los convertimos en “conceptos fundamentales” de todo tipo de moralinas e ideologías. La fe, vaciada de pasión, de amor, de propuestas concretas para vivir en un mundo completamente diferente; se convirtió para muchos, demasiados, en una pesada carga, en “algo que hay que hacer” y no en algo que quiero vivir. Para los primeros cristianos, asediados por las persecuciones, la fe no era un peso, no solo creían, les gustaba creer, eran felices creyendo y eso era lo que transmitían.
El hambre de fe de nuestro tiempo debería ser también nuestra; quizás si quienes buscan respuestas nos percibieran como buscadores y no como propietarios de seguridades; quizás se acercarían a compartir sus miedos. Probablemente ellos nos ayudarían a redescubrir la belleza de ser también nosotros mendigos invisibles, hombres y mujeres que tienen las mismas angustias que nuestro tiempo nos mete en el alma, y que, con sus miedos, tensiones e inseguridades, ponen su vida y su esperanza en las manos del maestro de Galilea.