Quien conoce Granada sabrá lo empinada que está la cuesta de San Cecilio que es necesario subir para llegar hasta donde yo vivo. Hay que mentalizarse y armarse de ánimo para emprender un ascenso que te convierte en hogareña, porque aumenta las ganas de llegar a casa.
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Las vistas panorámicas que disfruto de la ciudad conllevan, inevitablemente, tener que emplear fuerzas en una subida que, si te fijas en la meta, puede hacerse demasiado larga. En cambio, si la atención se centra en el paso siguiente y no en lo que aún falta por recorrer, cuando menos te lo esperas ya has llegado al portal.
El caso es que estos días me venía a la cabeza que algo parecido tiene que ser la llamada “cuesta de enero”. Después del descanso y los excesos de comida y gastos propios de la Navidad, reiniciar las rutinas y empeñarse con los propósitos del nuevo año se puede hacer tan costoso como el camino de regreso a mi casa. Y, más aún, me parece que demasiadas personas viven temporadas largas de su existencia del mismo modo. Las circunstancias, luchas, heridas y dificultades convierten la vida de muchas personas en un camino empinado.
Y en este tiempo de retomar inercias, como en todos esos en los que se siente la vida “cuesta arriba”, resulta más eficaz fijarse en lo concreto y pequeño de cada una de las pisadas que atender a la meta que se pretende alcanzar. Poco a poco, paso a paso, vamos graduando el esfuerzo y llegando ahí donde podemos descansar y disfrutar del paisaje. Porque sí: aunque a veces la senda se haga larga y pesada, siempre llegamos a un espacio en el que respirar profundo y contemplar las vistas.