Quizá afirmar que el ser humano es contradictorio sea una afirmación demasiado gruesa y sin matices. Aun así, esa es mi experiencia personal en ciertos aspectos, pues descubro inmensos y profundos abismos que separan mis convicciones más profundas y esas pequeñas decisiones cotidianas que tendrían que evidenciarlas. Una de estas incoherencias que me acompañan se hace patente cuando comparamos lo que opino sobre la importancia de la prevención, la salud y el cuidado personal… y el número de mis visitas al dentista. Seguro que no soy la única que, sin demasiadas razones objetivas para ello, tengo un miedo al dentista que roza el pánico. Supongo que las revisiones periódicas de mi infancia y sus correspondientes empastes han hecho que vea en el sillón de la consulta un potro de tortura y que aún hoy me taladre el cerebro el sonido de sus aparatos.
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Enviada a aliviar
Hecha esta confesión sobre mi vivencia de algo tan cotidiano, entenderéis lo que ha supuesto para mí haber roto esa barrera psicológica durante la semana pasada. Se lo tengo que agradecer a Lorena, compañera de estudios hace muchos años y ahora recién nombrada por mí “dentista de confianza”. No penséis que esa confianza se la ha ganado por nuestra amistad o por la profesionalidad que atestigua el inmenso elenco de títulos y certificados que adornan la consulta, sino, más bien, la conversación que fuimos teniendo esa tarde. Entre idas y venidas, fui descubriendo una vez más cómo se puede vivir vocacionalmente cualquier profesión, incluso esta tan temida por mí. En sus palabras y gestos se mostraba sabiéndose enviada a cuidar, aliviar, serenar, sostener… ¡e incluso a dar la mano a quienes tienen aún más miedo que yo!
A veces idealizamos el amor y creemos que la entrega está en gestos heroicos y llamativos, de esos que salen en los periódicos o que nos llenan de admiración. En cambio, esa tarde y nuestra conversación me confirmaron una vez más que querer es convertir a la otra persona en nuestro centro de atención y buscar su bien por encima de todo. Jesús ya nos advirtió que el Reino de Dios no viene de modo espectacular ni aparatosamente (cf. Lc 17,20), porque acontece en pequeños y cotidianos gestos, como poner un empaste o hacer una revisión odontológica. Lo importante es que esos pequeños gestos estén hechos con gran amor. Eso sí que ofrece la confianza necesaria para espantar miedos, reconciliarte con los fantasmas de la infancia y renovar la esperanza en la humanidad.