Como una feligrés más, con su hábito franciscano y en compañía de una hermana joven de su congregación –las Franciscanas de María Inmaculada– estaba Gloria Cecilia Naváez en la Basílica de San Pedro en la Eucaristía de apertura del Sínodo de los Obispos en la mañana de este domingo 10 de octubre.
La noche anterior había visto un tuit de la Presidencia de Mali anunciando su liberación. Fue lo último que leí antes de acostarme. Recordé el Magníficat y pensé: “El buen Dios hace proezas”.
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No me hubiera dado cuenta de su discreta presencia en el corazón del Vaticano de no haber sido por el papa Francisco que se acercó a una de las barandas cercanas al sector donde nos encontrábamos los invitados del sínodo –en mi caso, como miembro de la comisión de comunicación–. Francisco caminó directamente hacia donde se encontraba ella, como suele hacerlo cuando se encuentra con las multitudes. Los demás nos fuimos aproximando atraídos por el imán de su bondad. Estaba sonriente. La saludó casi abrazándola y luego dijo en voz alta, mirando a otras hermanas que estaban allí: “¿Todas son religiosas?”. Yo respondí en voz baja: “También estamos algunos laicos”. Alguien a mi lado gritó: “¡Bravo Francisco!”. Y el Papa siguió su camino para dar inicio, minutos después, a la Eucaristía.
Lágrimas de alegría
Cuando todos comenzaron a volver a sus lugares me quedé mirando a aquella religiosa a quien Francisco había saludado tan afectuosamente. Entonces descubro que se trataba de Gloria Cecilia Narváez, la hermana colombiana secuestrada hace cuatro años, ocho meses y dos días por un grupo yihadista vinculado a Al-Qaeda, por quien hemos orado y de quien hemos escrito en múltiples oportunidades, con la esperanza en su liberación.
“Haga hasta lo imposible por liberarme”, había pedido al papa Francisco a inicios de 2018 en un mensaje que le dio la vuelta al mundo. Allí estaba ella con Francisco, y recién caía en la cuenta cuando le pregunté: “¿Eres Gloria Cecilia?”. Me dijo que sí con un tenue hilo de voz y con un gesto en su mirada. Me abalancé sin meditarlo y le dije: “Soy Óscar Elizalde, de Colombia, déjame darte un abrazo en nombre de millones de colombianos”. No pude contener algunas lágrimas de alegría.
Enseguida le pregunté cómo estaba, y me narró el sufrimiento de muchas religiosas que han vivido el drama del secuestro, como ella. Su voz se entrecortaba. “Las deformaron mucho, las amordazaron”, narró. No me habló de su sufrimiento, sino del de otras hermanas que han corrido con peor suerte. Al instante se acercaron también la Hna. María Luisa Berzosa, Cristina Inogés Sanz y Rafael Luciani. Nos tomamos algunas fotos mientras la abrazábamos expresándole nuestra alegría.
Luego le pregunté: “¿A qué te aferraste en todo este tiempo?”. No lo dudó: “A Dios”. Se le cortó la voz un poco. “Muy duro…”, continuó. En ese momento me pidieron regresar a mi puesto de inmediato. Le alcancé a decir que luego de la misa quería seguir conversando con ella, y no dejaba de mirarla de reojo desde mi silla (a unos siete metros en diagonal, dos filas adelante). Cuando empezó la misa pensé en ir a darle otro abrazo cuando llegara el momento de la paz, antes de la comunión, pero ella tuvo que salir antes. La vi retirarse con la misma discreción con que estaba sentada allí, en la Basílica de San Pedro, como una parroquiana más. Me alegré de verla acompañada de su hermana de comunidad.