Está visto que a la buena vida una se acostumbra con facilidad y que, además, nunca nos acabamos de conocer del todo. Digo esto porque, por más que mi madre repitiera eso de que “los pobres no necesitan criados”, aunque me guste mucho conducir y sea la reina del transporte público, estoy descubriendo las bondades de contar con quien te lleve y te traiga… y, sinceramente, creo que podría acostumbrarme.
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Como entre los requisitos para que te den una licencia de taxi debe encontrarse la exigencia de ser agradable y buen conversador y, además, los viajes que estoy haciendo son bastante largos, estoy aprendiendo un montón del sector transportes. Una de mis últimas lecciones ha sido con Iván, el taxista que estos días me ha llevado de Lleida a la Seu d’Urgell y al revés.
Lo que compensa
En la hora y media larga que dura cada parte del trayecto, Iván ha ido enseñándome, por ejemplo, dónde se compran unos cruasanes con chocolate imposibles de comer por una única persona, en qué lugares puede haber radares móviles y cómo quienes vienen de Andorra suelen ir a mucha velocidad, porque eso de ver una carretera larga por delante resulta toda una novedad para ellos.
No solo me dio una clase intensiva de curiosidades pirenaicas, sino que también me explicó cómo muchas veces, a pesar de la demanda, dejaba de hacer algunos viajes largos porque le compensaba disfrutar de la familia y de los amigos frente a ganar más dinero. ç
En unas carreteras donde es difícil no encontrarse con algún coche que ralentice el ritmo, él insistía en decirme cómo le valía la pena armarse de paciencia e ir tranquilo que agobiarse, presionar y buscar cómo adelantar, porque, al final, todos los vehículos acaban encontrándose en el mismo sitio prácticamente a la vez.
Disfrutar de los cotidiano
Ahora, que andamos haciendo balance del año vivido y derrochamos buenos deseos para aquel que empieza, no nos vendría nada mal recordar las palabras del sabio: “La única felicidad del hombre consiste en disfrutar de lo que hace, porque esa es su recompensa” (Ecl 3,22). Las más de tres horas que he compartido con Iván en el taxi me han mostrado que no hace falta ser anciano, como se supone con frecuencia del autor de Eclesiastés, para tener claro cómo lo que da valor a la existencia es disfrutar de lo cotidiano, gozarse en las pequeñas cosas y dejar aquello que nos estresa y no compensa para apostar por lo que nos satisface por dentro.
Quizá el mejor propósito que nos podemos plantear para el 2025 sea ir incorporando esta actitud ante la vida e ir aprendiendo a saborear la existencia… lo que es, sin duda, aún más apasionante que las bondades de que te lleven y te traigan en coche.