Me llegan comunicados, vía WhatsApp o al correo electrónico de la diócesis, que me hacen pensar y me preocupan. La verdad que parecen más intrépidas defensas que sosegadas propuestas y siempre disparan contra alguien. Me da la sensación de que hay mucha estrategia interesada encerrada en ellos. Las propuestas son siempre necesarias, y más en este tiempo de grave dificultad, pero deben estar cargadas de creatividad y buena conciencia.
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Pero cuando me envían una foto de un numeroso grupo de musulmanes rezando en una terraza, con la queja añadida: mientras que aquí nos han prohibido la Semana Santa… hay gato encerrado. Y no porque la foto malintencionadamente es de Dubái, sino porque aquí nadie ha prohibido la Semana Santa, sino que las cofradías se han adelantado al Gobierno con gran responsabilidad.
Del mismo modo que la mayoría de los obispos, también adelantándonos a las directrices gubernamentales, cerramos nuestras parroquias y no como se está diciendo, porque algunos políticos están aprovechándose del coronavirus para imponer a los cristianos su laicismo radical. El laicismo no se impone. Ni en los países dictatorialmente ateos han podido con las comunidades cristianas, a pesar de los martirios.
Algún sacerdote me pide que abramos de nuevo las parroquias, no quiero utilizar la palabra iglesia, porque la Iglesia está en cada uno de todos nosotros y sigue abierta. ¡Somos el Cuerpo de Cristo! Aunque no sé si eso nos lo hemos llegado a creer del todo. Seguro que si orásemos un poco más este misterio, seríamos más comunidad, a pesar de que nuestras parroquias permanezcan cerradas a causa de esta imprevista o mal calculada pandemia.
Esto no es una cuestión de una miedosa prudencia episcopal, sino de una excepcionalidad para preservar la salud pública, de todos. Yo puedo dar libertad para que el párroco que lo desee abra su templo (y estoy seguro de que algunos, por celo, lo harían) pero eso es huir de mi responsabilidad pastoral. Y no me vale que me digan algunas personas: “¡Si abren, Dios nos va a ayudar!”. Eso es tentar a Dios. Tu responsabilidad es cumplir el quinto mandamiento: no matarás, no te hagas daño a ti mismo ni a los demás.
Vamos a ver, si yo creo en la vida desde el primer impulso hasta más allá del último suspiro, ¿cómo pensáis que pueda jugar a la ruleta rusa con la vida de los creyentes de estas comunidades que debo presidir en la caridad? ¿O es que no exponer la vida de los creyentes, muchos de ellos ancianos, no es también defensa de la vida? En esto no caben paños calientes.
A mí claro que me duele que nuestros templos estén cerrados, que no haya celebraciones, que los familiares no puedan despedir a sus seres queridos como siempre hubieran soñado… pero nos tiene que entrar en la cabeza que este es un tiempo de excepción, tiempo de cruzar el desierto, donde no hay nada, ni siquiera un oasis, pues quizás lo que vemos como agua en el horizonte siga siendo un espejismo. Ahora el Éxodo se está haciendo realidad, también para los creyentes es un tiempo de prueba.
Yo no me desanimo, ni pienso que tras estas medidas drásticas dejen de venir los creyentes a celebrar su fe en las parroquias, como piensan algunos. Sería una mezquina desconfianza en la fe de los bautizados. Creo en todos los que formamos parte de este gran cuerpo que es la Iglesia. En el laicado, que son la trama y la urdimbre de nuestras comunidades y de Cáritas y Manos Unidas, así como de nuestros movimientos, asociaciones y cofradías.
En las personas consagradas, que son testimonio de los consejos evangélicos, motor de su entrega. Del diácono permanente y de los sacerdotes, que nos impulsan por su vocación a la vida comunitaria en Cristo. Sé que no tenemos miedo y que entre todos se hará más pública y radiante una Iglesia en renovada conversión.
Y cuando llegue la calma, además de lo que cada comunidad parroquial haga, pienso en una gran Eucaristía, de toda la diócesis, donde celebremos la vida de los que han pasado ya a la otra orilla durante esta tormenta, con sus nombres grabados en un gran cartel, escritos uno a uno, y con tantas velas, signo del Resucitado, como difuntos haya habido, portadas hacia al altar por sus familias, para que quede constancia para siempre, de su fe, en nuestra memoria. ¡Ánimo y adelante!