Miguel de Unamuno: desde el fondo del abismo


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En un breve y clarividente ensayo sobre Miguel de Unamuno, al que algunos consideran casi un santo y otros, un hereje, Arturo Barea señala que Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, uno de los grandes clásicos de la filosofía española, tiene su corazón en el capítulo titulado ‘En el fondo del abismo’. Ahí se encuentra no solo la esencia del libro, sino también las claves del pensamiento y la personalidad de una de las figuras más poderosas de nuestra tradición cultural. El abismo no parece un lugar deseable, pero en este caso es el espacio donde la razón y el sentimiento confrontan sus perspectivas, sabiendo que alguna vez se abrazarán como hermanos. El ser humano no puede prescindir de la razón ni del sentimiento. No ignora que es imposible conciliar sus posturas, lo cual le provoca angustia y desesperanza, pero ese conflicto, lejos de ser estéril, constituye el fundamento de una vida espiritual fructífera. La ciencia nos dice que la inmortalidad es una ilusión, pero todos albergamos la voluntad de perdurar. Ese anhelo es inherente a nuestra condición de seres racionales, pese a que la razón intente aplacarlo o incluso se permita ridiculizarlo, insinuando que es una fantasía patológica. Unamuno nunca abrazó la fe, pero tampoco la repudió. Siempre se mantuvo en el terreno de la duda, pero no de una duda fría y metódica, sino de una duda ardiente y vivencial que implicaba una tensión permanente. Su incapacidad de secundar el escepticismo racional o el dogma religioso es un signo de honestidad. No se le puede acusar de tibieza, sino de una honestidad implacable y un inconformismo fecundo.



La esperanza de la inmortalidad es irracional, pero sin ella, la vida se perfila como algo absurdo. Si todo está abocado a borrarse, existir o no parece irrelevante. Nadie se resigna a ser una burbuja efímera y la idea de una inmortalidad impersonal resulta un pobre consuelo. Somos personas porque tenemos una identidad, que incluye nuestros recuerdos y proyectos. Si perdemos nuestra identidad, todo lo que hemos sido o podríamos ser se desvanece, dejando un vacío irreversible. Unamuno no habla de cómo será la inmortalidad, pero probablemente se habría mostrado de acuerdo con Julián Marías, según el cual la eternidad no es contemplación pasiva, sino vida activa que desarrolla las trayectorias interrumpidas por la muerte. Algo semejante sostiene Javier Gomá en Necesario pero imposible. Conservaremos las llagas de nuestro itinerario vital, disfrutando de un suplemento de realidad que nos permitirá continuar nuestra peripecia como individuos.

Unamuno quiere creer y piensa que ese deseo nunca dejará de batallar contra la razón. La fe y la razón se necesitan mutuamente. Cuando una prevalece sobre otra, surge el fanatismo. La razón pretende que nos resignemos, que aceptemos sin protesta nuestra condición finita, pero la vida reclama su derecho a no estar sujeta a ningún límite. El fin de la vida es vivir, no comprender. Unamuno admite no entender a los hombres a los que no les inquieta la muerte. Prefiere vivir en la zozobra, alentando la lucha entre la cabeza y el corazón. Al igual que el padre del endemoniado del evangelio de Marcos, se dirige a Dios con una súplica que condensa el drama del hombre, mitad sentimiento, mitad razón: “¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!”.

Convencido de que si Dios no existe, el hombre apenas es una sombra a punto de borrarse, Unamuno escribe en su Rosario de sonetos líricos:

…sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si tú existieras,

existiría yo también de verás.

La huella de Dios

Existir de verdad no es pasar de puntillas por la Tierra, despeñándose por la muerte, sino vivir en lo eterno, trascendiendo el tiempo. Unamuno apunta que los ateos niegan a Dios, pero rinden culto a la Nada, su no Dios o Anti-Dios. Detrás esa extraña devoción se agita la desesperanza y la rabia. Es lo que se aprecia en el “Cántico del gallo salvaje” de Leopardi: “Tiempo llegará en que este Universo y la Naturaleza misma se habrán extinguido. […] No quedará ni un solo vestigio. Un silencio desnudo y una quietud profundísima llenarán el espacio inmenso”. El fondo del abismo es saber que jamás resolveremos la disputa entre la vida, que quiere perseverar en el ser, y la razón, que augura la hegemonía de la muerte, reina del cosmos. Según Unamuno, la desesperación que nos produce este panorama puede ser “la base de una vida vigorosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una religión y hasta de una lógica”. Los pueblos cultos y los hombres que no se han dejado absorber por la masa así lo han entendido. La desesperación que nace de la lucha entre la fe y la razón es lo que Unamuno llama sentimiento trágico de la vida. De esa tensión nace el heroísmo. Los grandes héroes han sido grandes desesperados, hombres que no querían renunciar a la vida, ni a la razón y se habían acostumbrado a “vivir y obrar entre esas dos muelas contrarias que nos trituran el alma”. Esos hombres se rebelan contra la muerte, como hace Unamuno, que afirma: “con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. […] Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella”.

Miguel de Unamuno

Albert Camus anheló la fe. Al igual que Unamuno, interpretaba que la inexistencia de Dios abocaba al universo al absurdo. Al final de su vida, abrió la mente a la posibilidad de la fe, pero la muerte prematura en un accidente de tráfico abortó su evolución espiritual, dejándonos suspendidos en la duda sobre cuál habría sido su pensamiento en la vejez. Sinceramente, no creo que se hubiera reconciliado con la fe, pues su razón exigía una evidencia que acreditara la existencia de Dios. Esa expectativa siempre desemboca en la frustración. La fe nunca será una certeza. Si lo fuera, Dios sería ese ídolo al que la metafísica occidental ha rendido culto durante siglos, atribuyéndole un poder ilimitado. Nunca podrá existir un conocimiento positivo de Dios, pues no es un objeto empírico. No ocupa una posición en el espacio y el tiempo. Tampoco es alteridad absoluta, trascendencia situada más allá del ser, lo cual impediría cualquier relación entre Dios y el hombre. Solo podemos conocer a Dios como huella. Es un evento que irrumpe en nuestra conciencia mediante la mirada del otro, como señala Lévinas. Diferencia que se hace carne, convocando nuestra atención. Cuando reparamos en la fragilidad de nuestros semejantes y experimentamos la urgencia de asumir su cuidado, Dios deja de ser algo lejano e incomprensible para devenir proximidad e inteligibilidad. Unamuno y Camus no fueron capaces de creer en Dios porque no hallaron una certeza indubitable. Es el desenlace inevitable de una búsqueda mal orientada. Camus, que conoció la Shoah, tal vez podría haber intuido que Dios se encontraba en la mirada de las víctimas, exigiendo un mañana. Si negamos esa posibilidad, la injusticia será la última palabra del universo. Nos rebelamos contra esa perspectiva, porque intuimos que cada vida es preciosa y merece perdurar, incluida la nuestra, y porque aún escuchamos los gritos de los inocentes, implorando una reparación. La muerte de los demás nos interpela más que la propia, abriendo nuestro corazón a la esperanza.

No sé qué opinaría Unamuno de este argumento, que combina razón y sentimiento, pero quizás le habría ayudado a atisbar otra forma de abordar el misterio de Dios. Celebro que Unamuno eligiera el abismo, asumiendo el trágico destino de debatirse sin tregua entre la vida y la razón, pero lamento que en el abismo no encontrara al otro, gracias al cual podría haber escapado de ese callejón sin salida. Aunque su lucha evoca la agonía del Laocoonte, su tormento se parece más bien al del Minotauro, confinado en la áspera soledad de un laberinto.