En uno de sus últimos artículos en Vida Nueva, Rafael Narbona se pregunta y nos pregunta “¿por qué la misa tridentina ejerce un poder de seducción tan elevado entre los nostálgicos del pasado?”. El escritor, con esa prosa brillante a la que nos tiene mal acostumbrados (digo mal acostumbrados porque después de leerlo resulta difícil regresar al ripio de la propia redacción y es también complicado contener una cierta envidia), con esa prosa, repito, nos lleva hasta las probables raíces filosófico-políticas que explicarían esa seducción difícil de entender. A ese esclarecedor aporte de Rafael propongo agregar otro que en lugar de buscar en el terreno filosófico la respuesta a esa pregunta desafiante, procure encontrarla en un nivel más personal, casi íntimo.
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Quizás sea necesario recordar nuestras primeras experiencias al participar de las celebraciones eucarísticas, cuando perplejos nos acercábamos a la hostia consagrada y a los ministros que nos la ofrecían. Con la inocencia y la ternura de la infancia nos acercamos a comulgar para encontrarnos allí con Jesús y no solo con él, ¡también con Dios!
La catequesis recibida grabó a fuego en nuestros cerebros y corazones la importancia y la grandeza de ese momento (y no sería suficiente la vida entera para agradecer a quienes nos iniciaron en el conocimiento y el amor a la eucaristía). Pero ¡siempre hay un “pero”! junto con ese tesoro incorporamos otras dos experiencias sobre las que nadie supo advertirnos y que luego fue difícil resolver en nuestros jóvenes corazones: aprendimos que Dios estaba en la hostia, es decir, “ahí afuera”; y aprendimos también que no siempre podíamos acercarnos a recibir ese tesoro.
Nos enseñaron a acercarnos a un Dios que estaba “ahí afuera” y no nos dijeron como descubrir a ese Dios que habita en nuestros corazones; nos advirtieron que ese Dios lejano, a pesar de su infinita misericordia, ponía (para nuestro bien) algunas condiciones para recibirnos. Esas verdades también se grabaron a fuego en nuestras conciencias aún en pañales. De esa manera, crecer en la fe, llegar a tener una fe adulta, se convirtió en un camino arduo y prolongado. Un camino que hubo que recorrer en soledad a medida que las dificultades de la vida se fueron multiplicando y nos fueron empujando a encontrar respuestas personales en nuestra vivencia religiosa.
Muchos no lograron hacer ese recorrido y abandonaron el tesoro del encuentro eucarístico; muchos otros eligieron no crecer y seguir fieles a ese Dios que está “ahí afuera” (en complicados rituales) y al cual se accede solo después de superar duras pruebas. Unos y otros se perdieron el encuentro con el Maestro “que está a la puerta y llama”, que llama desde adentro para que lo dejemos salir y caminar con nosotros.
¿Por qué?
Rafael Narbona nos pregunta y se pregunta “¿por qué la misa tridentina ejerce un poder de seducción tan elevado entre los nostálgicos del pasado?” Me atrevo a agregar que quizás esa pregunta haya que formularla junto a otra: ¿por qué la eucaristía perdió su poder de seducción para tantos de nuestros contemporáneos? Quizás un invisible hilo une esos dos fenómenos en apariencia opuestos: el fervor de los nostálgicos de un pasado preconciliar irrecuperable y el doloroso vacío posconciliar de tantas iglesias desoladas.
Sin embargo conviene diferenciar ambos sucesos porque se trata de dos situaciones muy diferentes: el pasado, como la inocencia, es ciertamente irrecuperable, pero la posibilidad de crecer, madurar, mirar la vida desde otro punto de vista siempre es posible. Precisamente la eucaristía es un llamado incesante a una conversión permanente.
Siempre se puede reencontrar la eucaristía como el signo de una presencia interior que transforma la vida y la convierte en donación y servicio, que nos libera del ensimismamiento (“incurvatus in se ipsum”, decía San Agustín). Reencontrar la presencia sacramental del Maestro que desde nuestro interior nos acerca al prójimo, a “la mesa compartida”, Narbona dixit. Que nos enseña a lavarnos los pies unos a otros para así compartir con alegría el pan de vida.