Shakespeare tituló su obra de forma más trágica: ‘Mucho preámbulo sobre nada’. El traductor español nos enredó en frutos y se ha quedado como refrán entre nosotros. Pero sigue resonando con mucha más fuerza: ‘Much ado about notihn’. Lo que sigue en el libro es un continuo despropósito.
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Si de algo sabe nuestra generación es precisamente de ruidos, de anuncios y promesas de lo que sucederá, sin “chicha” detrás. Una especie de plato servido más para los ojos que para el gusto. O un discurso que masajee los oídos para calmar apetitos interiores. Paradójicamente, el ruido acalla la palabra de la que disponen las personas para expresarse en libertad y para acoger con sacrificio y novedad al otro.
Los ruidos son fuegos artificiales para distraer y fragmentar la atención, que podría dirigirse peligrosamente a lo importante. Parece que este mundo de fantasía, en el que cada cual puede escoger cómo actúa en el teatro del mundo, se complace abiertamente en que cada cual viva sus ficciones y no tenga necesariamente que responder ante nadie, ni siquiera ante sí mismo. Una quimera tal que nos hace pasar día tras día como si no existiera sustancia, ni esencia, ni hondura dada. El lema antisocrático de nuestro tiempo sería: ¡Constrúyete a ti mismo! Detrás de él late una voluntad de inmanencia contra toda trascendencia posible, en la que nada se ha dado a la persona con su nacimiento, salvo las condiciones materiales en las que estar condenado y esclavizado.
El círculo perfecto
El ruido añade aún más alienación, para que el discurso sobre la alienación siga siendo viable. Y tendremos el círculo perfecto, del que salir ya ni tendrá sentido. La propuesta más humana se resolverá en el estoicismo blando y posmoderno que invita a situarse bien en la realidad que nos ha tocado, con capacidad de resistencia, con un “logos” alejado de todo “lo imposible”, con una respiración cardiaca tranquila y sin sobresalto alguno, acostumbrados a no esperar nada ajeno.
En todo este panorama, se me antoja pensar lo contrario. Dios, con su aparente silencio y con su hondura desbordante, es Misterio en cuyo descenso y encarnación (Palabra, decimos, viviente al modo humano, para enseñar a las personas lo que es ser persona) nos descubre como Oyentes. ¿No será ésta nuestra capacidad más asombrosa y rota en este tiempo? ¿No nos define y sitúa: ser capaz de acoger, recibir y escuchar? ¿No será que, con tanto ruido, lo que se quiebra es nuestro ser?
Santa Teresa, una de las mayores expertas en “recibir gracia tras gracia”, nos ha dejado en sus escritos pistas clarísimas para entrar en las moradas del alma o aventurarnos en un camino de perfección. Ya sabemos del valor que da al “determinarse”, al centrarse en la vida, que diríamos hoy, al actuar con total voluntad y compromiso.
Emil L. Fackenheim, siempre a vueltas con el dolor y el sufrimiento irreparable, publicó un libro sobre ‘La presencia de Dios en la historia’, dedicado a Elie Wiesel y con muchas referencias a otro extraordinario texto de M. Buber: ‘Moisés’. En el primero encontramos la pregunta sobre qué puede la persona frente al mundo y la historia, y por qué no cabe la derrota y el pesimismo sin convertirse en cómplices del mal, abandonando la memoria y queriendo hacer algo nuevo al margen de lo demás, sin recibir primero al prójimo. En el segundo, de gran belleza, se plantea un recorrido en el que la persona, fiada de Dios, nace a la existencia no por la muerte y el dolor, sino por la Presencia continuada de Quien Es y Salva.
Invito a leer ambos, a dialogarlos en la medida de lo posible. El segundo, para quien no lo conozca, supondrá una enorme sorpresa. Es la vuelta más radical al refrán de Shakespeare “Aquí hay muchas nueces, poco ruido”. El silencio que reina en el corazón de los santos permite vivir la Palabra de Dios, en su humanidad.