“Muerto el perro… se acabó la rabia”, reza el refrán popular que expresa una tesis muy sencilla: si cesa la causa, terminan con ella los efectos. Con frecuencia se aplica a algo tóxico, persona o acontecimientos, que están haciendo daño. Una vez cancelada esa inercia negativa, se regresa a la tranquilidad anterior, a la bonanza individual o comunitaria.
- PODCAST: El cardenal Robert McElroy
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Para el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, pareciera que este dicho le cae -así lo dijo de la pandemia- como anillo al dedo. Y es que se encontró muerto, ajusticiado, a José Noriel Portillo Gil, alias ‘El Chueco’, presunto asesino de los dos padres jesuitas, Javier Campos y Joaquín Mora, y del guía de turistas Pedro Palma, el pasado 20 de junio. El tema, de acuerdo a la narrativa oficial, tendría una excelente conclusión: ahí está el que le arrebató la vida a los religiosos, convertido en un cadáver como ellos.
Y sí. Murió ‘El Chueco’ tal y como mató: su cuerpo tenía el impacto de 16 balazos, y un tiro de gracia en la cabeza. Durante años controló el tráfico de drogas en la Sierra Tarahumara y, si bien era uno de los líderes más temidos del crimen organizado en la zona -pertenecía al grupo Gente Nueva del Cártel de Sinaloa-, y se habían girado órdenes de aprehensión en su contra, no estaba a la altura de los grandes capos del narco en México.
Su asesinato corre el riesgo de ser interpretado como un triunfo de la lucha contra los criminales. Pero no. Los jesuitas mexicanos han declarado que no debemos confundir la justicia con el ajusticiamiento, que la muerte de quien fue un asesino -se presume- no puede ser motivo de congratulación, y que ellos y la sociedad han sido privados de un proceso legal: lo mataron, vaya paradoja, sin que se hiciera justicia.
Los seguidores de Ignacio de Loyola van más allá: a ‘El Chueco’ se le arrebató la posibilidad de que pagara por sus actos, de que se arrepintiera e, incluso, de que se redimiera. La compañía de Jesús, y creo que todo México, no desea venganza, sino aplicación de la ley, estado de derecho.
¿Se sabrá algún día quiénes masacraron a’El Chueco’? ¿Les importa a las autoridades? Lo dudo. Por lo pronto, su expediente ya se desechó, y la violencia seguirá rampante a lo largo y ancho de nuestro país, desde la frontera norte, en donde militares acribillan a jóvenes desarmados, hasta el sureste mexicano, sitio preferido por los oficiales de migración para agredir de manera permanente a los migrantes.
Si el gobierno mexicano quiere sentenciar lo sucedido con el dicho que titula esta entrega, habrá que decirle que no, no aplica. Ni ‘El Chueco’ era un perro, sino un delincuente con sólo Dios sabe qué historial a cuestas, ni la inmensa rabia de este país ha desparecido.
Pro-vocación
No puede, no debe pasar desapercibido el 43º aniversario del martirio con el que ofrendó su vida monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, acaecido el pasado 24 de marzo. Monseñor Romero ha sido un ejemplo de conversión: de ser un sacerdote más bien tímido y muy conservador teológicamente, pasó a denunciar con gran valentía la opresión que sufría su pueblo. ¿Un ejemplo sólo para admirar o también para seguir?