El 15 de agosto es el “Día de la Virgen” en infinidad de lugares repartidos por muchos países. En el arte se ha representado de muchas maneras desde los primeros siglos, pero sobre todo abunda “La Dormición de María”. Es la manera en que la gente, más allá del dogma, ha expresado este misterio: la Virgen fue “asunta al Cielo” al término de su vida terrenal, es decir, que fue llevada en cuerpo y alma al Cielo, de la mano de su Hijo. Y como el dogma no dice si murió o no, el Pueblo de Dios habla de una Virgen dormida, serena.
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Me gusta mucho esta fiesta porque es una fecha en la que he vivido las cosas más importantes de mi vida. Y me gusta porque me llena de esperanza.
María es Ella para siempre en cuerpo y alma, ¡no solo su alma! La liturgia de difuntos quizá podría revisarse a la luz de esta fiesta grande de la Iglesia. Creemos en la resurrección de la carne, como recitamos en el Credo, pero luego parece que se nos olvida en la práctica del duelo, en las homilías y en las oraciones funerarias. ¡No tenemos un cuerpo que nos sirve aquí y aquí se queda al morir porque sólo el alma nos define! ¡Eso no lo cree la fe cristiana! No sabemos cómo será, no podemos explicarlo (como no podemos explicar la Asunción de María) pero desde luego tenemos claro que no somos almas gravitando por los siglos. Si lo creyéramos de verdad, cuidaríamos más nuestros cuerpos y los ajenos, seríamos más conscientes de lo que somos corporalmente y de todo lo que nuestro cuerpo nos dice de nosotros mismos.
Hasta que Él nos acoja
Y me ayuda mucho contemplar a María, una de nosotros, en quien ya se ha dado, como primicia, lo que esperamos para cada uno de nosotros: que Dios nos espera, que Él es el que lleva la iniciativa, que somos seres “de destino”, no carecemos de sentido ni de final. Y saberlo y vivirlo en María es garantía de esperanza: no nos han dejado caer en esta historia. Caminamos en ella y la entretejemos con Dios. Hasta que Él y solo Él y no nuestras fuerzas o méritos (como ocurre en María) nos “asuma”, nos acoja, nos reciba. En cuerpo y alma. Tal como somos y como estemos. Como a María.
Pero sobre todo me ayuda celebrar en María a la “mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas” (Ap 12,1ss). Y me asombra cómo hemos desvirtuado esta potente imagen de la Palabra de Dios: ni el sol, ni la luna ni las estrellas evitan a María la batalla de la vida. Porque en las cosas de Dios siempre aparece algún Dragón rojo deseando barrer con su cola las estrellas que nos alumbran. Estos dragones que se empeñan más a fondo cuanta más vida perciben en ti. Y María, esta mujer de sol, estaba embarazada, iba a dar a luz. Y si algo no resisten los “dragones” que nos rodean es que demos luz y vida y hacen lo posible por tragarse al niño que llevamos dentro.
Como cuenta este pasaje de Apocalipsis, a veces la mejor forma de luchar es retirándose al desierto, donde Dios nos prepare un lugar seguro y nos dé descanso. Eso sí: hasta la próxima batalla, hasta el próximo dragón o el siguiente Herodes. ¡Quién sabe!…
Esta mujer batalladora, que no rehúye la batalla y defiende la vida que se le ha confiado, es María, la de Nazaret, Asunta al Cielo. A la que “se le darán dos alas para volar” (Ap 1,14). Y en Ella, dice el dogma de la Iglesia, ya se ha realizado lo que esperamos que Dios haga en cada uno de nosotros. Así sea.