La conozco desde hace años, aunque ahora hacía tiempo que no la había visto. Nos encontramos de casualidad por la calle. Aunque vivimos en la misma población no solemos coincidir, nuestras vidas ya no tienen nada que ver a pesar de las experiencias comunes compartidas y de ser vecinos del mismo municipio. La alegría por vernos fue mutua y sincera (al menos así la entendí yo).
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La reconocí en seguida a pesar de la mascarilla porque está igual, es la misma y sigue teniendo el mismo estilo y elegancia que cuando era joven aunque está algo mayor, (como yo lo estoy también) porque los años no pasan en balde para ninguno.
A la alegría inicial por la coincidencia siguió una propuesta de vernos con paciencia, los bares no están abiertos mucho rato pero podíamos vernos para comer y para un café, sí, ¿Por qué no? Así que nos encontramos al cabo de unos días sentados frente a frente en una mesa sin mascarilla y podíamos observarnos mutuamente sin la molesta tela que nos emboza ante los otros. Y comimos y conversamos largo y tendido aunque pronto me di cuenta de que lo que nos separaba eran más cosas que unas pocas calles entre su vivienda y la mía.
Porque pronto me dijo que ya se había percatado de que su vida era una repetición de lo que siempre le había pasado. En el diálogo sincero que estábamos manteniendo se repetían muletillas que ella utilizaba sin cesar: “No se puede hacer nada”, “Las cosas son como son”, “Nada cambia”… Estas palabras no solo salían de su boca, sino que reflejaban su realidad diaria.
Seguía haciendo lo mismo desde hacía tiempo. Vivir en soledad le permitía llevar unas rutinas que no cambiaban y en las que se sentía cómoda, su trabajo seguro le proporcionaba unos ingresos suficientes para vivir, y la monotonía era la que marcaba su rutina.
La rutina y las sorpresas
Aunque intenté, con toda la delicadeza de la que soy capaz, mostrarle que todo cambia a nuestro alrededor, que la rutina también es un lugar de sorpresas, de vida, de intensidad, de disfrute, su posición congelada e inmóvil enfrío mi entusiasmo haciendo que me preguntase si tenía algún sentido hablarle de lo bonita y cambiante que es nuestra existencia. Porque con la pandemia, lo único que conseguí fue que me diese la razón en que algunas cosas cambiaban, pero que siempre iban a peor.
Así que no pude evitar imaginándomela mayor, con unas arrugas más profundas de las que comenzaban a surcar su rostro, teniendo que cambiar su dieta alimenticia por cualquier enfermedad de la edad y sintiendo que su carácter se agriaba, cual vino barato y sola, cada vez más, sin nadie con quien compartir ese mundo que para ella se había parado hacía mucho tiempo. Y me pregunté hasta cuando seguiría pensando que nada cambia…