España está en una situación “crítica”, en riesgo de exclusión social y en pobreza infantil con un grave problema de desempleo juvenil y con cifras de las más altas en Europa en abandono escolar temprano.
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Con datos muy fiables, venidos no de Oriente sino de nuestra Europa, que cuestionan el futuro. Debemos incorporarlos en nuestra Navidad. Y que contrastan con el regalo de reyes que supone el crecimiento económico o que el mercado laboral español haya mejorado notablemente.
Lo siento. No me detengo en el regalo de reyes. Que otros relatos oficiales o casi oficiales los remarcarán envueltos en bellos paquetes con papeles de colores. Prefiero centrarme, aunque mi dominio del relato sea mucho más modesto, en la pobreza que se sufre, sobre todo cuando afecta a los niños.
Estos días me invitan más a ello. En una anticipada misa de Navidad en Horizontes abiertos. Una mujer en un primer periodo esperanzado de integración social, superando muchas crisis sociales, abrió su corazón añorando la compañía y la cercanía en Navidad de sus dos hijos que no puede tener consigo. Unas palabras entrecortadas por la emoción que compartió con los presentes. Con dos lágrimas. Solo. Una por cada hijo. Fui testigo. Y el eco de ese testimonio me recuerda otros de madres de Pueblos Unidos que tiene que dejar en su tierra a los hijos. U otros que me cuentan voluntarios del Círculo Loyola con los inciertos horizontes para muchos niños de una gran parte de nuestra población. Navidad está para acercarlos a través de un Niño empobrecido en un portal.
Son el eco de otros rincones de España donde el tiempo parece detenerse, donde hay un rumor constante: el susurro de una infancia rota. Niños que nunca fueron niños, cuyas risas quedaron atrapadas en la penumbra de hogares fríos, donde la pobreza no es solo una palabra, sino una presencia tangible que se filtra por las grietas de las paredes. Allí, donde el pan escasea y el abrigo no llega, la pobreza infantil escribe historias que nadie quiere leer.
Los pequeños ojos, cargados de sueños que nunca despegan, se vuelven espejos de una realidad feroz. En su andar, llevan el peso de generaciones; en sus manos, libros que jamás se abren; y en su piel, el frío de los inviernos que no terminan. ¿Cómo aprender cuando el estómago gruñe su protesta? ¿Cómo creer en el mañana si el presente es una lucha interminable?
El adiós a la escuela
La escuela, para muchos, es una puerta que nunca se abre del todo. En los pasillos de las estadísticas, España camina a la sombra de un abandono escolar que alcanza cifras como cicatrices. Niños y adolescentes dejan los pupitres, no por desinterés, sino porque la urgencia de la supervivencia los empuja hacia los márgenes: hacia el trabajo precario, hacia la nada.
Un adolescente, apenas descubierto a sí mismo, cierra los cuadernos para siempre, cambiándolos por horarios interminables y salarios indignos. La promesa de la educación queda rota, un eco distante de lo que pudo ser. Y mientras tanto, el sistema se encoge de hombros, dejando que la espiral de abandono los arrastre como un río insensible.
La juventud y el vacío
Aquellos que logran cruzar las fronteras de la infancia y la escuela se encuentran con otro abismo: el desempleo juvenil, un gigante de proporciones desmedidas que devora ilusiones. En España, ser joven significa mirar al horizonte y no encontrar nada. Los títulos no garantizan trabajo, los esfuerzos parecen insuficientes, y la espera se convierte en desesperanza.
¿De qué sirve soñar con un futuro si las puertas permanecen cerradas? El tiempo avanza, y con él, la frustración se instala en los corazones de miles. Los jóvenes, tan llenos de potencial, se ven atrapados en un limbo, exiliados de un presente que no los incluye, ignorados por un sistema que debería protegerlos.
La España de las voces calladas
En cada callejuela, en cada hogar olvidado, resuenan las preguntas de una nación que parece haber abandonado a los suyos: ¿qué valor tiene el progreso si no alcanza a todos? ¿Qué sentido tiene una economía creciente si deja a los más jóvenes a la deriva?
Si España escucha estas voces calladas, si invierte en sus niños, protege a sus jóvenes y valora la educación como la llave del cambio, entonces tal vez, solo tal vez, las grietas del presente puedan ser el inicio de un puente hacia un futuro más justo.
Hasta entonces, el susurro de la infancia rota seguirá resonando, recordándonos que el progreso no es real si deja a los más vulnerables atrás.
Los niños sin futuro, los adolescentes sin escuela, los jóvenes sin empleo son los fantasmas de un mañana incierto. Pero no todo está perdido. En cada sombra hay una chispa, una posibilidad. Quizás una estrella.
Y en cada palabra, un comienzo.
Porque esta Palabra toma la carne ajena y la convierte en propia.