El pasado 16 de julio, Cristóbal López Romero, cardenal arzobispo de Rabat, publicaba una entrada en el blog de Vida Nueva titulada ‘¿Una Iglesia que se muere?’, en la que haciendo alusión a las últimas ordenaciones celebradas y al crecimiento de las comunidades católicas en la diócesis de Duala (Camerún), concluía que “cuando en Europa escucho hablar de la crisis de vocaciones, de la decrepitud de la Iglesia, de que vamos a menos, de que esto se acaba pienso que una peregrinación a otras Iglesias jóvenes, un encuentro con cristianos vibrantes y entusiastas, le haría mucho bien a nuestras ‘envejecidas’ comunidades de España y Europa”.
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No me cabe la menor duda de que el Evangelio es un mensaje universal. Lo que no tengo tan claro es que todos los corazones estén dispuestos a acogerlo. No son pocos los pasajes en los que Jesús expresa su impotencia al comprender que algunos de sus coetáneos viven cerrados a la posibilidad de que la novedad del Reino transforme sus vidas. La propia parábola del sembrador (Mt 13) así lo expresa, recordando al profeta Isaías cuando lamentaba que “está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos” (Is 6,10). Aunque la lluvia cae sobre todos, no parece que todos estemos dispuestos a dejarnos empapar. Se nos anunció que “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios” (Mc 10,25), y se le dijo al rico Epulón que si algunos “no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto” (Lc 16,31), y a Nicodemo que solo naciendo de nuevo cabía la posibilidad de “ver el Reino de Dios” (Jn 3,3).
¿Nos sentimos pecadores?
No todos tenemos los oídos abiertos a escuchar el soplo del Espíritu. ¿Para que necesitamos a Dios los que vivimos apegados al poder, al dinero o al placer? ¿A quién vamos a buscar, más allá de lo tangible, los que construimos nuestro día a día desde la autorreferencialidad, desde un ego alimentado de vanidades y autosuficiencias?
Cuando Antonio Spadaro pregunta al papa Francisco “¿quién es Jorge Mario Bergoglio?”, él responde: “Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta”. Cuando Simon Weil contemplaba en la fábrica la desdicha de los otros, tuvo “de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos”.
Por eso, quizá, en la vieja Europa, donde no nos sentimos ni pecadores ni esclavos, es difícil que enraíce el mensaje del Evangelio. Por eso, quizá, en los lugares donde la fragilidad y la incertidumbre son una constante cotidiana, el Evangelio encuentra el humus donde hacerse fecundo. Por eso, quizá, no merezca la pena gastar esfuerzos evangelizando en cualquier lugar y volver la mirada a los desheredados de la tierra, y a todos los que están dispuestos a abrir su corazón al susurro misericordioso del Padre.
Conviene sacudirse el polvo.