Tanta comunicación digital ha incrementado la necesidad de hablar y ser escuchado en persona. Mis alumnos me dicen que hacen muchas preguntas en YouTube y Google, pero les faltaba algo: una persona capaz de hacerse cargo de su momento y de comprenderles a ellos mismos. Porque su vida no es una más entre otras, no vale generalizar. Ser escuchados aporta precisamente eso: ser ellos mismo y no otros. Ni siquiera les parecía tranquilizador que muchos otros se preguntasen lo mismo. Su vida era otra. La suya era distinta. La pregunta les hacía, de hecho, distintos.
La Iglesia se ha planteado –por primera vez en la historia y no es casual–, la necesidad de escuchar a los jóvenes directamente. No sobre los jóvenes, sino a ellos mismos hablando en persona. No porque sepan mucho, no porque sean un elemento de cambio a su favor, sino porque los jóvenes del siglo XXI tienen palabra como siempre y hablan como nunca. Las redes sociales son sus dominios.
Hablamos demasiado sin conocer la persona que tenemos delante. Hablamos con trazos gruesos, sin tomarnos del todo en serio nuestras palabras. Respondemos a generalidades sin atender al prójimo, a quien vemos y al mismo tiempo ignoramos. Escuchar no es dar la palabra, es disponerse a recibirla.
La escucha nos transformaría en lo que somos: seres dotados de Palabra, seres capaces de acoger la Palabra. Aristóteles lo decía, pero en otro sentido. Nuestro tiempo nos ha desvelado algo muy importante: acoger a quien tiene palabra, y usa la palabra desde la verdad y la confianza, es un acto de amor de una importancia humana crucial. No se trata de respetar turnos, sin más, sino de dar prioridad al otro sobre mí mismo. En los tiempos del egoísmo y el individualismo, que abocan al abismo vacío de la soledad radical, todos desean ser escuchados. No nos falta tiempo para escuchar, nos falta humanidad, corazón sensible, personas despiertas para los demás.
Para quienes no lo hayan leído, el documento final del Sínodo de jóvenes comienza así en su número 6: “La escucha es un encuentro de libertad, que requiere humildad, paciencia, disponibilidad para comprender, empeño para elaborar las respuestas de un modo nuevo. La escucha transforma el corazón de quienes la viven, sobre todo cuando nos ponemos en una actitud interior de sintonía y mansedumbre con el Espíritu. No es pues solo una recopilación de informaciones, ni una estrategia para alcanzar un objetivo, sino la forma con la que Dios se relaciona con su pueblo. En efecto, Dios ve la miseria de su pueblo y escucha su lamento, se deja conmover en lo más íntimo y baja a liberarlo (cf. Ex 3,7-8). La Iglesia, pues, mediante la escucha, entra en el movimiento de Dios que, en el Hijo, sale al encuentro de cada uno de los hombres”.
Ojalá la Iglesia, con mayúsculas y en cada cristiano, se ponga a la escucha desde la ignorancia y la acogida amorosa del otro. Hemos empezado por los jóvenes, pero los no tan jóvenes necesitan, y mucho, ser escuchados. La humanidad hoy necesita “orejas” en las que cobijarse.