Ni lo uno, ni lo otro. El hecho social para que tenga una vida ordenada necesita del equilibrio en sus instituciones, por lo que cada una (al menos las mencionadas en el título), tienen algo que aportar para el beneficio común de todos los miembros de la sociedad.
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El riesgo es no tener claro qué significa el Estado como institución que sustenta el quehacer gubernamental, pero que no es lo mismo que gobierno, ya que el gobierno sería el accionar de la obra del Estado.
Estado no es gobierno, aunque se le parece
Mucho menos el reduccionismo del Estado en manos de una persona o un partido político único, en una remasterización criolla de Luis XIV y la frase acuñada de “l’Etat c’est moi” (El Estado soy yo).
El Estado compone las instituciones que sustentan la autoridad política, por tanto, debe ser construido y edificado de cara al Bien Común y la Solidaridad, en el reconocimiento de la diversidad social y de la dignidad humana, principio de toda la vida social.
Por ello, el Estado no puede atribuirse funciones religiosas, no puede ser confesional, pues excluiría a los que no profesan esa creencia que es impuesta desde la autoridad pública. Esto puede resultar simple, pero muchas veces se pretende que los Estados y el gobierno respondan con criterios religiosos e incluso ‘pseudos sacramentales’, en una distorsión del verdadero rol que deben cumplir en lo social.
La iglesia local no es Estado
Del otro lado, la Iglesia, que tampoco puede atribuirse funciones de Estado, de acuerdo al origen bíblico “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21), entendiendo que la jerarquía no está para establecer políticas públicas, pero sí para servir, desde lo que le corresponde a la vida pública.
Un ejemplo pueden ser organismos humanitarios enfocados al progreso y desarrollo humano en todos los campos, en el que la iglesia como cuerpo intermedio de lo social articula con obras en el servicio a los más vulnerables, pero nunca con una intención partidista propagandística electoral.
Estado laico e iglesia confesional
Para ello, el pensamiento contemporáneo ha determinado el término de Estado laico para comprender el alcance de la acción gubernamental en el reconocimiento de la libertad religiosa, y no en detrimento de ésta.
El cardenal Angelo Scola comenta en uno de sus libros que el Estado no puede asumir competencias religiosas “al no tener en su poder el sentido último de la existencia humana, jamás será su dueño”.
Añade que un sentido auténtico de la libertad religiosa se da cuando el Estado “en lugar de reducir las religiones y las cosmovisiones a puro hecho privado mediante una idea equivocada de neutralidad, tiene que permitir y promover la edificación de un espacio público en el cual las religiones y las diferentes cosmovisiones tengan la posibilidad de relatarse mutuamente”.
El Estado laical no es enemigo
Lo grave es que muchas veces se pretende que el Estado ocupe el lugar religioso, o la Iglesia asuma el rol de autoridad en prácticas que tienen condiciones netamente civiles, en los que la iglesia puede, desde y por su experiencia social, ofrecer propuestas de orientaciones, pero que no le corresponde legalizar (jurídicamente hablando) determinada práctica.
Es decir, el Estado no puede ‘bendecir’ acciones que no le pertenecen, ni la Iglesia puede ‘legalizar’ prácticas que no están en el ordenamiento de sus funciones. Con ello, no se pretende decir que la iglesia no tenga cabida en la discusión pública o social, al contrario, la tiene, desde la libertad y autonomía que le es propia, al estilo de Jesús, “pues su reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), pero sus discípulos y seguidores están en el mundo (Jn 17, 11).
El Estado laico no es enemigo, ni antagónico de una Iglesia confesional, al contrario, desde la corresponsabilidad, la relacionalidad y la reciprocidad es posible entrar en el dinamismo de contribuir al Bien Común, cada uno desde el rol que le toca jugar en pro del beneficio compartido en la vida social para el desarrollo pleno y auténtico de la persona humana.