Ni tan buenos ni tan malos


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No las tengo todas conmigo. Hay quien piensa que si este 18 de julio ha pasado prácticamente desapercibido es clara señal de que la sociedad española ha dejado atrás esa página negra de nuestra historia. Espero que sea así y no que la atroz ignorancia de la que sacamos pecho a todas horas en las redes sociales dé la razón a los que también sospechamos que cada vez son más los que no saben que este país vivió una guerra civil, como quien dice antes de ayer, o, en el mejor de los casos, se creen que lo de la guerra tiene que ver con aquellas insufribles batallitas del abuelo, cuando lo de los juegos del hambre –¿o eran años…?– y que eso es impensable hoy.

Faltan veinte años para que pueda despejarse la duda que dejó sembrada aquel historiador norteamericano que sentenció que las guerras civiles duran cien años. Espero que dos décadas sean tiempo suficiente para que las reservas de odio que todavía son fácilmente detectables se diluyan o sepamos escucharlas.

Lo malo es que en estos tiempos no se puede apelar a la concordia, a la generosidad, al perdón porque hay heridas sin cerrar y la memoria tiene aún los contornos de una quijada. Hoy se sigue reclamando a la Iglesia que pida perdón, como si ella fuese la causa principal de aquel gran fracaso colectivo. Lo ha hecho ya, y en varias ocasiones, aunque a ella nadie se lo ha pedido ni ella lo exige.

“Ni tan buenos ni tan malos”, titula la revista La aventura de la Historia su especial de este mes sobre aquel horror que todavía acecha en cunetas y olivares. Es un titular que sirve a la perfección para medir el grado de asunción de culpa de cada parte, siempre y cuando se tenga el coraje de leerse la primera afirmación en primera persona y concender a “los otros” la posibilidad de la segunda. Ese día habremos cerrado capítulo.

En el nº 2.998 de Vida Nueva

 


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