La fragilidad y vulnerabilidad que ha dejado al descubierto el Covid-19 nos ha recordado un principio que se ha usado mucho en la bioética y la medicina: Primum non nocere (“Primero no hacer daño”), que se refiere a evitar que una decisión médica sea perjudicial ante una situación ya de por si compleja, como puede ser el debatirse entre la vida y la muerte.
Con la pandemia, el principio de “No causar daño” puede también ser aplicado a nuestras ciudades y comunidades. Mientras que el personal médico sigue dando la batalla en esta nueva ola de rebrotes y cepas, hay todo un conjunto de acciones y omisiones de las autoridades por su limitada eficiencia a implementar medidas que prevengan el dolor y el sufrimiento de muchas personas.
En estos días muchas críticas han sido lanzadas a la estrategia seguida en México por el Gobierno Federal tras la publicación de “Un daño Irreparable” de la doctora Laurie Ann Ximénez-Fyvie. Lo cierto es que son miles de historias en todo México. Entre ellas tomo una que llegó a mis manos de Sergio García en la que narra la desgarradora muerte de su hermano Luis, de la cual reproduzco unos párrafos:
“La condición de mi hermano se agravaba, muchas llamadas infructuosas al 911, nos indicaban que lo atendiéramos en casa porque no había lugar en hospitales, hizo necesario contratar una enfermera. Del 28 de diciembre al cinco de enero. Tratamientos equivocados de médicos charlatanes que prometían salud con células madre como el doctor Erik Octavio Madrigal Rodríguez, con hidróxido de cloro, con cortisona, otros que querían dar consulta en línea, unos más, los menos, con buena voluntad, pero que llegaron demasiado tarde.
Hospitales saturados
De nueva cuenta, 911, no hay lugar, 911, no hay hospitales, Locatel y 911, las únicas vías para un hospital público. La oxigenación cada vez más baja, todos los hospitales saturados. Ambulancias que nunca llegaron, solicitudes de traslado a un hospital que nunca fueron atendidas.
Entendimos el doble discurso: por un lado, se decía en las ruedas de prensa gubernamentales que había capacidad hospitalaria, pero en realidad no había camas, ni médicos, ni equipos. La sugerencia del 911 siempre fue que se atendiera en casa.
Luis murió el cinco de enero a las 8:30 de la noche. Ahí empezó otra tortura: Ningún médico podía ir a certificar la muerte, requisito indispensable para contratar una funeraria. Fue esta misma la que encauzó un médico que, previo pago de cuatro mil pesos nos extendió un certificado a distancia.
Morir por Covid en días que superaban el inmediato anterior en número de decesos, significó que fueran por mi hermano hasta diecisiete horas después de su fallecimiento, la fila para recoger cuerpos era muy larga. Aunado a ello, el seguro funerario no contemplaba cremación, y debido a la causa de muerte estábamos obligados a ello. Veinte mil pesos más resolvían el asunto. Afortunadamente alguien más nos prestó su propio plan. Gracias a esto pudimos contratar la funeraria”.
La historia de Luis como de muchos otros nombres, no puede dejarnos inmóviles. Toca pedir cuentas a quienes en una posición de toma de decisiones y de poder han faltado a su deber de servicio público en un sistema de salud maltrecho y carcomido, no solamente por la pandemia sino por un cúmulo de deficiencias que han reducido el derecho a la salud al ámbito de lo privado y de “sálvese como pueda”.
No debemos olvidar que hubo quien se atrevió a inyectar agua destilada en vez del tratamiento adecuado de quimioterapia a niños con cáncer, esto paso en 2017. Tampoco debemos olvidar los escándalos de corrupción en las licitaciones y adjudicaciones de medicamento que han visto la luz en los últimos años.
No se trata de entramparnos en una discusión infructuosa que juzga a una administración, un partido o un funcionario en específico (aunque esto también procede en estos casos). Se trata de comprender hoy más que nunca que el daño es uno de los presupuestos de la responsabilidad jurídica y es el eje de la responsabilidad civil actual, y que en este caso el Estado Mexicano es responsable por acción y omisión de privarnos del derecho a la salud y de preservar nuestra vida en una emergencia de grandes dimensiones como la que estamos viviendo.