Siempre andamos deseando lo que no tenemos. Hace unos meses estaba deseando pasar una temporada en casa, sin tener que hacer la maleta ni salir de viaje cada dos por tres. Ahora, en cambio, después de este tiempo de parón obligado a causa de la pandemia, estoy deseando irme unos días a Bilbao para estar con mi familia. Con todo, es probable que esté siendo el verano más incierto de todos los que he vivido… y no creo ser la única. Ver las noticias e ir sabiendo de los rebrotes me hace preguntarme si no habrá algo que me impida viajar en el último momento o si acabaré confinada en la casa de mi madre. No creo ser la única que se hace este tipo de preguntas mientras sueña con unos días de descanso y cambio de escenario.
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Un tiempo atípico
El que vivimos está resultando un tiempo muy atípico. Se me confirma una convicción que llevo años rumiando: lo que peor llevamos los seres humanos es lo incierto. Tenemos una dificultad inmensa para gestionar la realidad cuando no podemos agarrarnos a lo conocido con un mínimo de fiabilidad. Necesitamos prever qué va a pasar, tener una seguridad básica y creer que pisamos suelo firme, aunque esto nunca sea tan real como pensamos. Pero esta situación mundial nos produce cierta sensación de pisar arenas movedizas. Tener dudas sobre el futuro inmediato hace un poco más complicado vivir el presente, por eso nos aferramos con facilidad a cualquier realidad que nos devuelva cierta sensación de seguridad, por más que esta sea engañosa o efímera.
No puedo evitar acordarme de lo que planteaba el profeta Isaías al monarca cuando este se sentía amenazado por otros reyes. Aunque no sea una medida política que nos acabe de convencer, el profeta le insiste en no dejarse llevar por el miedo. Confiar en el misterioso cuidado de Dios en medio de unas circunstancias inciertas es una acción valiente, pero pone en evidencia sobre Quién está arraigada la existencia. Porque “si no os afirmáis en mí, no seréis firmes” (Is 7,9).