Los israelitas durante el Éxodo quizás esperaban que Dios grabara en metal lo que tenían que hacer cada día –y de hecho cuando perdieron la confianza, erigieron un becerro de metal–, pero sin embargo Dios se comunicaba mediante una nube. La columna de nube se movía para moverles, se elevaba para elevarles al encuentro con Dios. Una nube es difusa, sus contornos son abiertos, se puede entrar con facilidad y estar en sus adentros, no se puede agarrar ni poseer.
El Espíritu Santo tiene siempre forma de viento, nube, susurro… Habla en la historia y en la carne, nos mueve interiormente, habla un lenguaje de hechos, pero con forma de nube. Por eso el modo de distinguir los signos del Espíritu es el discernimiento. El Espíritu es una nube abierta, en la que es posible moverse, sentir, buscar, gozar de su ligera llovizna en la piel. Dios se comunica con la suavidad de la nube.
Nos quedamos perplejos cuando contemplamos los medios que usan los lobos contra los corderos: páginas webs que mienten e infaman, pagadas por conjuras de empresarios que conspiran para que la Iglesia haga su voluntad, que trafican con maletas de dinero de aquí para allá para comprar voluntades, enormes inversiones en paraísos fiscales. Movimientos que presionan para dominar espacios y secretarías clave, reuniones para forzar mayorías, desviación de fondos de solidaridad para pagar otras cosas indecibles, cartas anónimas, espionaje, expedientes sobre personas que estas no pueden conocer, apartamentos de lujo, coches caros, fiestas lujosas, vidas principescas, complicidades con dictadores, pagos de la mafia, crímenes sexuales contra niños, Legatus y Yunques de la era del metal, abusos de poder y conciencia…
El Pueblo de la Espada
Todos estos componentes han atravesado y atraviesan la vida de la Iglesia para llevarla por donde el poder quiere. Poco que ver con el Pueblo de la Nube y mucho que ver con el Pueblo de la Espada. ¿Cómo vencer al mal en esas circunstancias? ¿Cómo ayudar a que el Pueblo de Dios interiorice el espíritu del Vaticano II? Pues primero, no envidiando los medios que usa el mal. Cuando detuvieron a Jesús, Pedro levantó la Espada y atacó a sus captores. Sintió en sus carnes la envidia de los medios de los poderosos.
Puede que haya quien ante tantos abusos y conspiraciones del poder, sienta la tentación de lanzar a las redes noticias falsas en sentido contrario, reunir dineros para influir, seguir la lógica de Juego de Tronos o el Juego de Mitras, dedicarse a ocupar delegaciones, organizar grandes congresos, alquilar plazas, comprar los mayores stands en cualquier encuentro mundial, etc. Es inútil, son solo signos de desesperación que el tiempo derribará.
Cuando Pedro negó a Jesús no solo sentía miedo de que le detuvieran, sino vergüenza por la debilidad de Jesús: por estar crucificado, por no haber hecho descender a sus legiones de ángeles, por dejarse vencer, por callar, por ser pobre, por morir. Pedro sintió vergüenza de que Jesús no fuera el Dios del Poder, Príncipe del Pueblo de la Espada. Solo con mucho dolor de corazón, la conversión de Pedro le llevó a comprender con mayor profundidad que nadie que nunca debemos envidiar los medios del poder.
No envidiar los medios que usa el mal
Es una buena regla para la vida cotidiana: no envidiar los medios que usa el mal. El amor es la herramienta que mueve el cosmos, el discernimiento es un medio que nos da el saber, solo la misericordia logra el perdón. El poder de los medios del mal es solo parcial y aparente. El jefe que explota, el abusón que domina, el manipulador que aliena, el supremacista que excluye… son solo signos de su impotencia. Quien no logra amar, se reduce a la impotencia de usar el poder.
No envidiemos los medios de los poderosos, pero hagámoslos transparentes, visibles, conocidos. Llamémosles por su nombre. Necesitamos más que nunca apoyar a la prensa religiosa que sirve a la verdad y de verdad. Las reglas de discernimiento de San Ignacio nos instan todo el tiempo a identificar los medios del mal espíritu para no dejarnos vencer por él. Porque él opera en el secretismo, busca esconderse, cerrar los lugares con cerrojos de hierro para que no podamos entrar. Lo contrario de la nube de Dios durante el Éxodo, abierta a todos. La nube abierta.