¿Algunos de ustedes, queridos lectores, en la infancia se escondieron debajo de la cama para comer un dulce en horarios no autorizados? Bueno, yo también. Pero un inquietante temor surgió en mi corazón de niño cuando me explicaron que Dios puede verlo todo, incluso cuando me escondía. Y peor aún, cuando grabaron en mi cabeza mensajes como: “No lo hagas porque Diosito te va a castigar”. Más adelante, mi temor se convirtió en terror cuando inicié mi catecismo y estudiamos pasajes como el diluvio universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra.
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Recuerdo bien que cuando mi madre quería darme un golpe (por alguna de mis travesuras cotidianas), de manera instintiva, yo ponía mis brazos para defenderme; pero ella me decía que si levantaba la mano contra mi madre, esa mano se me iba a convertir en piedra. Y a mi mente llegaba lo sucedido a la esposa de Lot, y bajaba mis manos entendiendo que Dios me castigaría si yo me atrevía a insinuar siquiera defensa ante los golpes de mis padres; sería un castigo divino por no cumplir el cuarto mandamiento.
Mucho tardé en deshacerme de la visión de un Dios castigador, el Dios de los ejércitos, el que, con su Ira, ha desatado numerosas catástrofes y muertes. Mi tránsito fue lento pero firme, hacia el entendimiento de que el contexto histórico de las Sagrada Escrituras se ve reflejado en muchas páginas de la Biblia y que no era sencillo obtener el mensaje correcto. He tenido que recorrer, casi con mi vida misma, la trama de la revelación divina, para descubrir en los acontecimientos cotidianos la paciencia de Dios y su pedagogía, para comprender que Él es Amor y Misericordia. Encontré en Jesús mi respuesta final, al escucharle decir que tenemos en Dios, a un Padre que nos recibe con los brazos abiertos, que desea lo mejor para nosotros, pero que su mundo no es de este mundo, sino un lugar en el que todos estamos invitados a acompañarle, después de concluir nuestro paso por la vida terrenal. Incluso Él mismo, Dios hecho hombre, decidió experimentar las emociones y sufrir en carne propia los horrores humanos, a pesar de ser misericordioso y caminar en la verdad, para demostrarnos su Amor y que nuestra vida no es tan importante como la forma en que la vivimos.
Ante los dolorosos acontecimientos que estamos experimentando en estos días, inquieta observar en muchas personas, la sensación de que estamos atestiguando a la culpabilidad humana siendo castigada por DIOS, como si la ira divina fuera la causa de lo que está azotando a la humanidad y a nuestras familias, debido a nuestras faltas. Muchas personas están interpretando la pandemia que nos aflige, como el resultado de las ofensas a Dios, por la promoción del aborto, el narcotráfico, la trata de blancas, el libertinaje sexual, la idolatría, y en general, por el mal comportamiento de la humanidad. Esto me parece un grave error. Y no es que estemos libres de pecado o que no tengamos participación alguna en muchas de las calamidades que vivimos, pero recordemos que la Misericordia de Dios está más allá del ordinario castigo proporcional a la culpa.
Al interior del corazón, muchos nos estaremos cuestionando si nuestras acciones han influido negativamente en la salud de nuestros seres queridos o personas con las que convivimos y apreciamos. Los veremos enfermarse y podemos caer en la trampa de la culpabilidad que lleva a la desesperanza. Si nos enfermamos nosotros mismos, podríamos estar reflexionando si nos merecíamos tal castigo. No nos desgastemos en asumir la culpabilidad de aquello que no podemos controlar completamente. Más bien seamos parte de las soluciones o al menos un remanso de paz donde nuestra familia y nuestros amigos pueden sentirse entendidos, apreciados y seguros. En este tiempo de conversión, reconozcamos nuestras verdaderas culpas y mantengamos nuestra mirada firme en Jesús misericordioso y en nuestro padre Dios que nos espera con los brazos abiertos en aquella mansión que ha preparado para nosotros. Que Él sea nuestra fortaleza.
Mantengamos encendida la luz de la esperanza cristiana, sin renunciar a ser mejores cada día, luchando por una sociedad más justa y solidaria. Que lo que vivimos ahora, nos acerque más a Dios, no por miedo al castigo sino por la experiencia de su Amor y nuestra temporalidad. Que esta experiencia nos permita desarrollar un corazón más misericordioso y entender el inapreciable valor que tiene la familia.