La caridad, piensan, ya no es lo que era. Ellos, de misa de doce con pobre a la puerta, mejor con mano extendida y mirada al suelo, no entienden por qué ahora, además de aliviarles sus carencias, quieren que los pobres salgan de ese círculo vicioso que, como una espiral, engancha incluso a licenciados hasta hundirlos, con toda la familia, en la marginalidad, lugar del que pocos regresan.
Ellos –hay también ellas– creen que Cáritas se ha politizado – “podemizado”, dicen– y culpan de la deriva a los informes Foessa que, a la luz de la cruda realidad social, dice las verdades que nadie quiere oír: la profunda brecha de la desigualdad abierta en España ha llegado para quedarse.
Pero a ellos, esa justicia social que Cáritas rescata de la Doctrina Social de la Iglesia –y esta destila de las bienaventuranzas– les suena a rojerío y a hacerles el caldo gordo a los que dicen que así no se puede seguir –entre ellos, al papa Francisco–, que esta economía mata, descarta y degrada, no solo a las personas, también al planeta. Por cierto, que ellos –y ellas también– creen que lo del cambio climático es una milonga ecologista de la que no hay evidencias científicas.
Son adoradores de los principios (o falta de ellos) que hizo grandes a los Maadof y compañía que pululan por los Wall Street del mundo, agarrados a los postulados del capitalismo más salvaje hasta que el Estado (es decir, todos) tiene que ir a sofocar con dinero público (es decir, de todos) su autosuficiencia, quitándoselo a quien lo necesitaba, a quienes, de no ser así, tal vez no tendrían que ser atendidos por Cáritas.
Así, claro, es normal que la organización eclesial trastoque su mundo, un universo que, en el campo de la caridad, todavía se alimenta de aquella realidad berlanguiana que sentaba a un pobre a la mesa para acallar conciencias. Pero en la mesa no se hablaba de dignidad, que igual alguien se cree que la pobreza es reversible con más justicia social. Por eso no les gusta Cáritas.