Al hilo del post del otro día, un amigo me dijo, un poco de broma, que seguro que aquel sacerdote gritaba en el micrófono porque la parroquia estaría llena de sordos que se negaban a utilizar audífono. No pude evitar que me hiciera mucha gracia, porque conozco de cerca las dificultades prácticas que supone la resistencia a utilizar esos aparatitos a la que se refería. Según parece, la adaptación no es tan sencilla y, entre los pitidos desagradables o la confusión que generan cuando hay mucho ruido, más de uno y más de una prefieren dejar el sonotone en su cajita y prescindir de su uso. La consecuencia no es solo que se haga bastante complicada la vida cotidiana con personas “duras de oído”, sino que estas, con frecuencia, acaban aislándose y quedándose en su mundo.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
“Escucha, Israel…”
El comentario de mi amigo y esta experiencia cotidiana me han recordado que el primer mandamiento de Israel es, precisamente, escuchar: “Escucha, Israel…” (Dt 6,4). Nos jugamos lo esencial en esta capacidad que damos por supuesta y que desborda con mucho su dimensión física. Podemos tener un oído estupendo y no por ello ser buenos atendiendo y acogiendo la realidad propia y ajena.
Escuchar no es solo recibir sonidos, sino prestar atención a cuanto nos rodea y acogerlo, sin juzgarlo ni distorsionarlo. Esta tarea nos cuesta hasta con nosotros mismos, pues no es extraño que tengamos problemas para percibir qué nos dicen nuestras sensaciones, nuestras emociones o nuestro propio cuerpo. De hecho, esa grieta que se abre entre lo que expresamos y lo que comunicamos de forma no verbal ¿no tendrá que ver con no escucharnos “por dentro”?
Escuchar es el primer mandamiento de Israel porque es la condición de posibilidad de acoger a Otro y a los otros en su vida. Pero ¿y si empezamos por intentar escuchar a nuestro corazón un poquito más? ¿Y si nos proponemos no juzgar nuestros sentimientos? ¿Qué pasaría si nos escucháramos “sin más”, con honestidad y valentía, incluso en esos gritos silenciosos que no quisiéramos oír? Quizá sería el primero de muchos otros pasos.