El joven le dijo: “Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?”. Jesús le contestó: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme”.
Mt 19, 20-21
El pasado domingo día 17 de octubre fui a misa de ocho a la parroquia. En la homilía, a raíz de la lectura del evangelio (Mc 10, 35-45) se reflexionó sobre la ambición de poder, se habló del recién inaugurado sínodo y se anunció la colecta del domingo del Domund. Esperé, en vano, a que se hiciera alguna alusión a que ese mismo domingo también se celebraba el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza.
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“No te olvides de los pobres”, es lo que susurró el cardenal Cláudio Hummes al cardenal Jorge Mario Bergoglio cuando el cónclave ya esperaba que éste fuera elegido papa. El papa Francisco ha dado muestras constantes de su deseo por hacer que la Iglesia sea reflejo en la tierra de la misericordia de Dios, “estamos llamados, escribió, a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos” (MM 20).
Vende tus bienes y da el dinero a los pobres
La respuesta de Jesús al joven rico fue contundente: vende tus bienes y da el dinero a los pobres. Pero no le dijo que lo hiciera de cualquier manera y por cualquier razón, sino como paso previo para seguirle. Jesús dejó claro que el camino era Él, y que difícilmente puede seguir sus pasos el que se aferra a la riqueza y no vela por el cuidado del pobre, del desvalido, del débil, del necesitado.
Jesús siempre nos pone ante la misma encrucijada: la plenitud del hombre es seguir sus pasos, pero no es posible seguir sus pasos sin vivir con ojos de misericordia, y no podemos traer al mundo la misericordia del Padre si no es tras sus pasos, pues “nadie va al Padre si no es por Él” (Jn 14, 6). “Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia los hermanos” (MM 16).
Abrimos con esperanza el nuevo sínodo, no nos defraudemos. “Es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo la riqueza de la misericordia divina” (MM 5). Ahora que la Iglesia afronta un tiempo de renovación y gracia, el reto se vuelve a hacer patente: no nos olvidemos de los pobres. No corramos el riesgo de quedarnos de nuevo de espaldas al mundo, de espaldas a sus enriquecedoras propuestas y de espaldas a sus conmovedoras necesidades. No caigamos en la tentación de atrincherarnos en viejos dogmatismos, y cobijarnos al calor reconfortante de una Palabra a la que hacemos estéril, pues como apuntara Santa Teresa “no está la perfección en los gustos, sino en quien ama más, y el premio lo mismo y en quien mejor obrare con justicia y verdad”.
Hemos de dar respuesta encarnada, compartiendo camino con toda la humanidad, considerando “deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a procurar este bien común universal que es la paz” (PT 167).
Conviene sacudirse el polvo.