La memoria es siempre un misterio. No me refiero solo a por qué somos capaces de recordar un detalle absurdo mientras olvidamos información mucho más útil y necesaria, sino también el modo en que volvemos a los acontecimientos de nuestra historia. Es una característica muy humana que, cuando rememoramos sucesos pasados, invirtamos no poco tiempo en fustigamos por no haber hecho, dicho, callado o actuado de un modo diverso. Nos atormentamos así con conjeturas imposibles de verificar, convencidos de que hubiéramos cambiado en algo las cosas. Y esta mala estrategia con la que nos maltratamos, adquiere otro tono, menos lastimero pero igualmente hiriente, cuando se trata de las recomendaciones que damos a los demás sobre lo que “tendrían que haber dicho o hecho”.
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Y es que, a toro pasado, resulta muy sencillo dar consejos o ver claro qué hubiera sido lo mejor y nos olvidamos que ahora contamos con mucha más información de la que se tenía cuando se tuvo que reaccionar. En estos días que nos adentramos en la Semana Santa, también podemos caer en la tentación de mirar desde arriba, casi por encima del hombro, a aquellos personajes que traemos a la memoria en estas fechas. Así, no es difícil estar convencidos de que nosotros nunca negaríamos al Maestro como Pedro (Mc 14,66-71), que sabríamos distanciarnos de la postura que tomaron los líderes judíos frente al Nazareno (Mc 14,1) o que no alentaríamos con nuestros gritos que lo crucificaran mientras liberaban a Barrabás (Mc 15,11-14).
El miedo interior
Visto desde fuera, en la distancia y sabiendo cuál es el final, no es difícil que nos sintamos un poquito mejores. Se nos puede hacer complicado ponernos en la piel de Pedro y reconocer el poder que tiene el miedo sobre nosotros, cómo es capaz de agarrarnos por dentro y llevarnos ahí donde nunca hubiéramos querido. Es fácil olvidar nuestra tendencia a mantener el status quo de nuestras creencias sociales o religiosas y la manera en que, de maneras muy sutiles, somos capaces de cancelar a quienes piensan distinto. Tampoco somos muy conscientes del peso que tiene en nosotros el grupo y la opinión mayoritaria, capaz de hacernos confundir al inocente por el culpable. No, no somos mejor que Pedro, que los líderes judíos ni que la muchedumbre que gritó por la crucifixión de un justo, y, probablemente, tampoco lo hubiéramos hecho mejor que ellos.
Igual de inútil que fustigarnos con lo que podríamos haber dicho o hecho en el pasado es creer que nosotros no hubiéramos actuado con Jesús como hicieron muchos de sus contemporáneos. Por eso, será mucho mejor asomarnos a estos días de Pasión sabiendo que hay algo de nosotros en cada uno de sus personajes ¿no os parece?