La semana pasada escribía algo sobre la violencia que todos tenemos dentro, más o menos escondida, pero que es fácil que salga a la luz en medio de la peculiar situación que vivimos y ante la irresponsabilidad de algunas personas. Puede parecer una relación un poco tonta, pero al hilo de un comentario en twitter sobre el modo en que representamos e imaginamos a María, me venía a la cabeza que en el ámbito religioso tenemos más tendencia al otro extremo del péndulo: a reprimir la agresividad más que a sacarla violentamente.
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Energía vital necesaria
Puede que hablar de “agresividad” nos resulte incómodo o lo relacionemos con formas violentas, pero se trata de una energía vital muy necesaria que no implica dejar de ser respetuosos y cariñosos con los demás. Vivida de modo sano nos permite marcar nuestros propios límites, evitar que nos hagan daño, defendernos de agresiones, tener una voz y una postura propia ante la realidad, diferenciada de la de la masa, expresarnos con libertad y sin depender de la opinión ajena, reconocer nuestra dignidad, llevar con responsabilidad las riendas de nuestra historia…
En el ámbito religioso no solo hemos ignorado la importancia de esta pulsión fundamental, sino que, más bien, hemos favorecido su dañina represión. Con frecuencia, para ello hemos manipulado el recuerdo de María. Acoger la voluntad de Dios, lanzarse a la aventura de ser madre de Jesús, es un reto demasiado grande como para una mujer apocada, timorata o sumisa. Al revés, es necesario carácter, fortaleza interior, firmeza en las propias convicciones y caminar por la existencia con la mirada y la cabeza bien altas. Así lo vivió el Nazareno y, seguramente, lo aprendió del ejemplo cotidiano de su madre. No traicionemos el recuerdo de María.