La danza de la vida para tantos es danza de muerte, infligida por seres completamente descentrados, alejados del camino de humanización. El ser humano tiene la capacidad de vibrar con la música del otro y, sin embargo, hay seres que viven promoviendo el descarte, consideran a otros y a sí mismos basura, viven en medio de situaciones inefables. Ante esto, la sinodalidad es también experimentar el llanto de Dios sobre el mundo en cada expresión que arranca la vida.
- PODCAST: Via Crucis informativo
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Sinodalidad es asumir la esperanza latente, que nos anima a sostener la mirada sobre esas realidades cuando pareciera que todo se sustenta en descartar al otro, y soñar otros horizontes más fraternos. En este mundo desintegrado si tan sólo nos pudiéramos mirarnos unos a otros a los ojos, en verdad, en el anhelo de caminar más juntos y juntas sinodalmente, habría otras posibilidades de tejer otros mañanas.
¿Es el destino del mundo romperse y resquebrajarse? Frente a esta interrogante, estamos llamados a reconocer en el amor la única fuerza integradora, superior a todo, capaz de conducir a la sinodalidad plena desde la comunión de o diverso; Si bien, sabemos que el amor es complejo, a veces desconcertante, pero en la fibra más esencial de nuestro ser sabemos con certeza que sin amor no somos nada. La Sinodalidad genuina, como un modo de ser en el mundo y en la Iglesia, se sostiene en el amor para superar cualquier vacío y encontrar el sentido que nos permita pasar del yo al tú, y entonces alcanzar el nosotros. Aquí no hay cabida para los activismos sin conexión con las raíces, sin conexión con los frutos, es necesario que los caminos compartidos partan de las fibras más profundas de la vida cotidiana, o no serán genuino camino compartido. Por ello, sinodalidad es decir mil veces sí al amor compartido y en comunión; recordando, en medio de un mundo roto, tanto bien recibido como Gracia que viene de arriba. Estamos llamados a querer seguir viviendo en el amor, a sostenernos desde ahí, para seguir sintiéndonos vivos y caminando juntos.
Mantener la fidelidad en la vida, y en el Dios que llama a más vida
Acompañar la conversión para hacerla vida y vida duradera, más allá del momento presente o de los instantes pasajeros, depende de la capacidad de franquear las duras pruebas que se viven en la pugna epistemológica de ideologías contrapuestas y desencontradas. Una pugna que está también dentro del corazón de la Iglesia en su opción vital, y en el corazón mismo de las personas que siguen creando muros para afirmar una superioridad que no permite tender puentes. Toda opción por el Reino debe estar sostenida en la vida concreta del pueblo, en los territorios, en escuchar y abrazar las distintas voces, miradas, carismas y espiritualidades; ahí se teje la verdadera Sinodalidad, porque ella nace del reconocimiento de lo más profundo de cada persona y su propio camino.
Estamos en una durísima disputa que llega como gracia luego de más de casi 60 años desde el impulso del Espíritu Santo en el Concilio Vaticano II para toda la Iglesia, y con especial sentido y fuerza en América Latina y el Caribe. Al respecto, debemos mantener la fidelidad en la fuente primera, la encarnación de Dios en la vida concreta, en acompañar esa vida que se territorializa, defenderla, defender culturas, espacio vital, diversidad, pues ahí está sucediendo el hecho de la encarnación día tras día. Somos llamados a asumir una libertad que se nos ha dado como espiritualidad concreta que nos hace vulnerables ante las estructuras, los tejidos institucionales, pero que se vuelve un bello regalo escondido cuando se comparte, y que al partir el pan logra encontrar nuevos modos más ciertos, nuevos caminos inspirados en los llamados del Espíritu.
La sinodalidad que he podido vivir como laico en mi ministerio dentro de la Iglesia ha sido una Gracia que se ha ido tejiendo progresivamente, que ha mantenido la fidelidad al llamado primero, purificando la intención para ir comprendiendo poco a poco ¿qué significa trabajar juntos por el Reino para todos, sabiendo que nadie es ajeno a este llamado de Jesús? Sinodalidad es el nombre de la Iglesia del presente, lo ha dicho el propio Papa Francisco, pero qué difícil se ha vuelto tejer esto como una posibilidad real en medio de polos en tensión, de pugnas ideológicas y de intentos de someter a los otros bajo las pequeñas verdades particulares.
Llamados a mirar con los ojos renovadores de la Sinodalidad
Sinodalidad es una invitación a crear nuevas posibilidades de vida plena a la manera de Cristo, que, a pesar de la amenaza y la muerte inminente, siempre triunfa. Estamos llamados a redimir el caos y a definir criterios que permitan trazar, progresivamente, nuevos caminos de esperanza para reorientar el mundo desde la posibilidad de una verdadera fraternidad universal. Derrumbando y edificando, como decía Dios mismo a Jeremías, para que se abrieran posibilidades de futuro, uno que se construya en plural y en colectivo, sinodalmente.
Vivir en clave sinodal, se trata de honrar la vida que florece en el Señor, que en absoluta libertad interior nos invita a abrazar las novedades del Espíritu que sucede en el diario vivir, que aparece en el camino, que camina entre nosotros en medio de la realidad porque ha querido compartir nuestro destino y hacer parte de esta peregrinación; Sinodalidad es una invitación a no defender solamente nuestras certezas sin espacio al diálogo, para no caer en los fundamentalismos o miradas autorreferenciales que se toman los espacios y asfixian al Espíritu. Solo la mirada en comunidad tiene sentido, ahí donde la perspectiva más allá de nosotros abre posibilidades hacia una genuina sinodalidad.
En definitiva, no podemos someter este Kairós de Dios bajo ‘megaestructuras autoafirmantes’, que pierdan de vista nuestro llamado a ser un solo cuerpo de Cristo en medio de la diversidad; si bien las institucionalidades resultan muy importantes, solo son realmente esenciales cuando sirven al propósito mayor del Pueblo de Dios, que es el encuentro con el Señor de la vida. Para ello, estamos invitados a vivir en honesta sencillez, al sabernos frágiles y limitados, para que el Espíritu sea el que moldee nuestro rostro, nuestro servicio, nuestro ser Iglesia todos los días y cada día.
Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro Pastoral de Redes y Acción Social del CELAM