A veces, los encuentros más conmovedores y preciosos se producen en escenarios humildes. El primer encuentro de Jesús con el ser humano aconteció en las afueras de una aldea insignificante. Una pareja desplazada por leyes injustas solo consiguió como alojamiento el establo de una sencilla posada. No importó que la mujer se hallara embarazada y a punto de dar a luz. Solo los animales del establo les prodigaron el calor que les escatimaron los humanos. Algo más tarde, acudieron los pastores y tres sabios de Oriente para hacer sentir a la pareja que no todos los hombres mostraban indiferencia hacia las familias abocadas a situaciones de precariedad e incertidumbre. Jesús irrumpió en el mundo rodeado de gente sencilla y de unos extranjeros que no se dejaron desanimar por las fronteras, siempre arbitrarias y absurdas.
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Yo encontré la paz y me reconcilié con la fe en Nuestra Señora de la Guía, una pequeña y austera parroquia situada en la colonia de San Cristóbal, un barrio obrero de Madrid que por azar ha quedado atrapado en los altos de la Castellana. Atrapado porque las ochocientas viviendas construidas a finales de los cincuenta para alojar a empleados de la Empresa Municipal de Transportes (EMT) ahora son una codiciada pieza para la especulación inmobiliaria, que sueña con derribar los viejos bloques para construir edificios de lujo en una de las zonas más exclusivas de Madrid.
Misas en la calle
Durante los sesenta y setenta, había misas en la calle y se organizaba una procesión los días en que se celebraban comuniones. También había fiestas populares e infinidad de niños jugando en las calles. Los habitantes del barrio disfrutaban de un campo de fútbol y una piscina municipal. Se llegó a decir que aquel lugar privilegiado era «la Moraleja de los pobres». Hoy, San Cristóbal es una estampa anacrónica, una especie de fotografía congelada donde aún pervive un viejo logo de Pepsi en un pequeño, ruidoso y entrañable bar. Los jóvenes se marcharon del barrio y los mayores que aún continúan en sus hogares disfrutan de una renta anual tres veces inferior a la de sus vecinos.
En ese escenario se levanta Nuestra Señora de la Guía, un pequeño edificio de ladrillo visto. Cerca de su entrada, hay un crucifijo forjado con los hierros de un viejo autobús de la EMT. Es una sencilla cruz de hierro de unos tres metros de altura que antes se encontraba en las cocheras. La parroquia se completa con un local que se utiliza para celebrar comidas y encuentros. Jorge Dompablo es el párroco. Sacerdote diocesano desde hace treinta y dos años, convive con cerca de una veintena de inmigrantes subsaharianos. Antes compartía la vivienda con drogodependientes.
Estola con el rostro de Óscar Romero
La primera vez que vi a Jorge llevaba una estola verde con el rostro de Óscar Romero. Experimenté un profundo regocijo, pues huía de parroquias donde había visto cosas tan inapropiadas como una bandera de España en el altar. No tengo nada contra la bandera, pero no me gusta que se utilice para agitar un discurso político con una perspectiva estrictamente terrenal. Creo que una parroquia debe acoger todas las banderas o ninguna, pues su misión es acercar y hermanar, desterrando todo lo que divide y enfrenta.
Jorge siempre sonríe. Recibe a los que asisten a la parroquia en la puerta, dejando bien claro que allí no hay barreras ni discriminaciones. Busca la cercanía y el contacto físico. El corazón humano se ilumina cuando nota que el otro no es algo lejano, sino una presencia que se puede palpar. Imagino que Jesús abrazaba y besaba a sus discípulos. Y que desechaba la idea de que la mujer debía estar subordinada al varón, ocupando siempre un segundo plano. Jorge ha concedido un enorme protagonismo a las mujeres en su parroquia. Desde hace mucho tiempo, las mujeres leen la Palabra, ayudan en el altar y distribuyen la comunión. El Papa Francisco ha autorizado oficialmente esas iniciativas, confirmando que las parroquias que ya habían adoptado esas medidas habían comprendido el verdadero espíritu del Evangelio.
Fraternidad sin fronteras
Los inmigrantes también ocupan un lugar destacado en Nuestra Señora de la Guía. Están en las paredes y cerca del altar. En fotografías que recogen su lucha cotidiana en las fronteras, sufriendo lo inimaginable: vallas con cuchillas concebidas para desgarrar la carne, altos muros que convierten los países prósperos en fortalezas inexpugnables, mares inhóspitos donde se ahogan las ilusiones y, no pocas veces, se extinguen las vidas. La sociedad no quiere saber nada de su sufrimiento. Se niega a tender la mano al que pide su auxilio. No es el caso de Jorge, que vive para los otros. Su vocación le ha revelado que Dios solo es una abstracción vacía cuando se desliga del hombre herido y hambriento de afecto. El cristianismo no es simple retórica, sino pasión por el hombre y solidaridad incondicional con los humillados y ofendidos.
Jorge creció en un barrio devastado por la droga y con graves problemas de delincuencia. Mientras estudiaba en el seminario, descubrió que el papel de los sacerdotes no se agotaba en la liturgia. Una parroquia debe ser una casa con las puertas y las ventanas abiertas. Un hogar y no un simple lugar de paso. Un espacio que permite echar raíces y crecer. No llegué a Nuestra Señora de la Guía invitado por Jorge, sino por mi querido amigo Fernando Rivas Rebaque.
Pasión común por Gabriel Miró
Fernando es el segundo sacerdote de Nuestra Señora de la Guía. Profesor universitario especializado en el siglo II, editor inquieto y fecundo ensayista, nos pusimos en contacto gracias a una pasión común: Gabriel Miró. Nuestro punto de encuentro no pudo ser más prosaico: las redes sociales. Normalmente, estos contactos suelen desembocar en fiascos, pero, afortunadamente, no ha sido nuestro caso.
Fernando me ha ayudado a vivir la fe como una experiencia de libertad. El cristianismo es una llamada a la madurez, no una incitación a la servidumbre infantil. Podemos buscar a Dios en nuestro interior, pero sabemos que el recogimiento solo es una etapa. La plenitud de la fe solo se alcanza al experimentar amor hacia nuestros semejantes. Debo a Gabriel Miró muchas cosas. Muchas horas de felicidad, leyendo sus obras, donde he aprendido a contemplar el paisaje como algo vivo y cambiante, y no como un fondo estático y lejano. Una pedagogía de la mirada que me ha revelado el esplendor de la naturaleza y la profundidad de lo humano. Ahora también le debo mi amistad con Fernando. Gabriel Miró ha sido el puente que nos ha reunido y que quizás nos tutela, con esa sensibilidad franciscana que circula por las páginas de sus libros.
Mucho más que sermones
José Antonio Fernández Revuelta es el tercer sacerdote de la parroquia. Posee las mismas cualidades que sus compañeros: cercanía, generosidad, humildad, inteligencia. Piedad, mi mujer, y yo disfrutamos mucho con sus homilías. No son sermones, sino reflexiones poéticas con un aire profético. Profético no porque anticipe acontecimientos, sino porque mantiene vivas y actualiza las promesas de Dios. Sus interpretaciones del Evangelio siempre son esclarecedoras. Hablando de la estrella que guió a los sabios de Oriente, nos recuerda que esa luz no proviene del firmamento, sino del Niño, que irradia su amor a toda la humanidad.
He enumerado a los sacerdotes, creando una falsa impresión de jerarquía. No sé si existe, pero lo cierto es que no se aprecia. Jorge es el párroco, sí, pero Fernando y José Antonio son sus amigos y los tres comparten la misma sensibilidad pastoral. Nuestra Señora de la Guía sería una parroquia más si todo el protagonismo recayera en los sacerdotes. Lejos de ser así, la comunidad desempeña un papel fundamental. No es un simple aglomerado de personas, sino algo vivo y dinámico, con rostros y voces que manifiestan su forma de vivir la fe. Me gustaría mencionar a todo el mundo, pero solo podré citar unos pocos nombres: Juan, médico, humanista y amigo entrañable; y Toni, su mujer, inteligente y rebosante de vitalidad; Ana, con una enorme clarividencia para interpretar el Evangelio; Susana, que toca la guitarra desde el fondo, incrementando la alegría que se respira en la parroquia; los jóvenes africanos que asisten a la celebración con una mezcla de solemnidad y desenfado; Fabiola, siempre afectuosa y sonriente.
Lazos de amor
No quiero dejar de mencionar a Virginia. Solo he hablado con ella un par de veces. Con ella y con Jorge, su marido, que ha fallecido durante la pandemia. Los dos me causaron una magnífica impresión. Recuerdo a Jorge como un hombre cordial y humilde. Ingeniero, le confesé mi irremediable y escandalosa incompetencia en el terreno de las matemáticas, lo cual le divirtió mucho. Ahora que no está, lamento no haberlo conocido mejor, pero sé que su recuerdo permanecerá vivo en una comunidad herida por la pandemia, pero que ha fortalecido sus lazos durante este tiempo de dolor e incertidumbre.
Nuestra Señora de la Guía es un faro de esperanza y un espacio de encuentro. Creo que encarna ese espíritu renovador y fraterno que el Papa Francisco intenta promover, pese a la resistencia de los que desconfían del mundo moderno y confunden tradición con inmovilismo. La tradición solo adquiere sentido cuando engendra frutos. Si solo es reiteración, pierde su creatividad y se vuelve tan estéril como la higuera del Evangelio. No es el caso de Nuestra Señora de la Guía, un árbol frondoso que no cesa de convocar a los que buscan el calor de sus semejantes y el amor de Dios.