“Señor, ten piedad”. Ernesto Cardenal, tumbado en la cama del hospital, repite la oración que pronuncia el nuncio en Nicaragua en lo que es su eucaristía de regreso “oficial” a casa, a la Iglesia. Su estola verde –que anuncia la esperanza– destaca sobre el blanco hospitalario y le reviste de nuevo de la dignidad atropellada. Alguien que le quiere le toca la mano y él sonríe. Alguien que le quiere graba con su móvil un vídeo que certifica que nunca es tarde para un perdón de ida y vuelta. El estigma es más fácil de borrar.
Sucede también aquí, con personas que fueron delatadas, cuestionadas, investigadas y, finalmente, exoneradas de culpa. ¿Habrá alguien que se les acerque a pedir perdón? ¿Qué pasa con quienes les declararon personas non gratas, que les prohibieron impartir conferencias, dar clases, presentar sus libros en sus límites diocesanos, cuando ya Roma había dictaminado sentencia absolutoria? Los hay que todavía no les han levantado la etiqueta de malditos.
Aquí hay personas que han tenido que ver cómo por el camino se iban dejando viejas amistades nacidas al calor del trabajo pastoral por el Reino. De repente, el delicado velo de la confianza se rasgó y quienes compartían métodos, análisis, incluso poemas, consideraron que ya no eran buenos tiempos para la lírica y se dejaron mecer por los nuevos aires.
Probablemente no buscan el perdón y seguramente dan por bueno el sacrificio por quien antes se inmoló por ellos. Les duele más el dolor causado a sus familiares, víctimas de la onda expansiva que deja la duda, incapaces de entender las claves de la inquina clerical.
Y llevan en el pecho las cartas que anunciaban el ostracismo, un cordón sanitario con aquellos a los que un día se acompañó, se instruyó… Años dinamitados por el exceso de rigor. “Señor, ten piedad”.