Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Nuestros metacrilatos


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El otro día alguien comentaba de una preciosa talla de un Cristo a la entrada de una céntrica Iglesia en Madrid. Podría ser cualquier sitio. Como suele ocurrir en estas grandes tallas los pies del Crucificado quedan, más o menos, a la altura de la cabeza de quienes se acercan. Y, como también es frecuente, por un misterioso impulso humano, tendemos a tocar, a acariciar la madera de la cruz, los pies, los clavos… Y comentábamos sobre esta querencia tan humana a conocer y expresarnos tocando, desde pequeñitos.



La sorpresa fue que un tiempo después, al volver a esa Iglesia, el Cristo seguía en el mismo sitio pero cubierto pulcramente por una pantalla de metacrilato que evitaba cualquier contacto cuando te acercabas. Imposible tocar. Sin duda, la talla está ahora más segura y cuidada, pero ya nadie la puede tocar.

No sé si es un símbolo de nuestra relación con Dios pero sí me hizo pensar en nuestro modo de relacionarnos y en algunas pantallas de metacrilato que, seguramente, alguna vez podemos poner para protegerme. Imagino que lo hacemos por necesidad o porque simplemente hay momentos en que nos sentimos incapaces de gestionar la propia situación o la relación misma. Hacemos lo que podemos.

Silencios y distancias

¿Acaso no nos ha ocurrido alguna vez que al intentar acercarte a otra persona quisiste “tocar” y tu mano golpeó contra un metacrilato inesperado? Nada que ver con la repulsiva actuación de algunos líderes abusando de su poder o de la debilidad de quien tiene delante de sí. No. Me refiero a la desagradable sensación de incomunicación sencilla, libre y directa que a veces experimentamos. Me refiero a la necesidad que tenemos de aprender a equilibrar las distancias cortas sin encapsularnos tras metacrilatos de lo más variado: silencios, distancias, mentiras, torpezas, chulerías… Todo, casi siempre, para ocultar la propia incapacidad o las propias dudas. ¡Qué pena!

Quizá por eso me he acordado del bueno de Tomás, el discípulo que no estaba con sus amigos cuando el Resucitado se acerca. El discípulo que dejó más espacio dentro de sí a las dudas que a la confianza en el Amigo y los amigos. Menos mal que Jesús, esta vez, rompió toda barrera y eligió no protegerse. Tomás expresa lo que cualquiera de nosotros podemos haber experimentado algunas veces: si no puedo tocarte, no te creo. Quizá también somos Tomás cuando no nos fiamos de los afectos a distancia, de las palabras que no se acompañan de gestos y cercanía. Quizá Tomás no sea solo el apóstol incrédulo y testarudo sino también el que aboga por relaciones directas y cercanas, capaz de pedir una caricia cuando lo necesita para seguir creyendo. Quizá a través de Tomás también Jesús nos reta a ser suficientemente libres y valientes para dejarnos tocar por aquellos que queremos, especialmente en nuestras heridas abiertas y cicatrices. Aunque nos complique. Aunque nos exponga.

¿Y si vivir resucitados sea también una llamada a vivir sin metacrilatos? Puede que menos perfectos, menos impecables, pero más entrañablemente humanos.