Es incuestionable la aportación serena que el cristianismo ha hecho a lo largo de los siglos en todo ámbito que pueda ser repasado. De forma sutil, incluso destilando sus propias iniciativas e ímpetus, la espiritualidad cristiana ha impregnado el arte, la vida cotidiana en sus múltiples dimensiones, el compromiso social, político, misionero. Allí donde el cristianismo hacía pie y se encarnaba, brotaba del Espíritu una nueva forma de espiritualidad, cuya novedad no era sino provocación en el tiempo y adentramiento hacia las raíces que la nutren.
Tres grandes patas sostienen inseparablemente a la comunidad cristiana, sin orden de prioridad que se conozca: la fraternidad y la comunión, la misión y el servicio, la espiritualidad y la oración. Cualquier realidad cristiana (más aún, religiosa en el amplio y generoso sentido de la palabra) orienta estas dimensiones equilibradamente. Básicamente tres preguntas: ¿Cómo relacionarme? ¿Cómo amar y servir? ¿Cómo encontrar a Dios? Y cualquier respuesta parcial en un inicio, a cualquiera de estas tres cuestiones, se topa imprescindiblemente con las demás. Se necesitan al igual que la vida, el alma y la carne.
En la espiritualidad cristiana actual, con todos mis respetos, hay mucho de reflexión y recapitulación y revisión, y falta mucho de orientación. Se ha vuelto un tanto adolescente, en el sentido de hacer pensar las experiencias vividas, y muy poco resolutiva en cuanto a marcar horizontes y crear posibilidades nuevas. Es decir, muy subjetiva e introspectiva, como una especie de vuelta sobre sí misma, y carente de esa fuerza del Espíritu que empuja siempre, desde siempre como en los Hechos se narra, a abrir puertas, hablar nuevos lenguajes, ser comprensibles, anunciar con valentía. No sé si describo bien lo que quiero decir, pero diría que la espiritualidad se hace en ocasiones más sobre el pasado muerto que sobre la vida nueva por venir.
¿Qué espiritualidades hacen falta en nuestro tiempo y sobre las que invitaría a pensar, proponer, abrir horizontes? Por un lado, todas las relacionadas con el llamado “siglo XXI”, no por contraste con las épocas anteriores sino en la esperanza de que el futuro que viene también es parte de la historia de la salvación:
- El mundo digital. Por ejemplo, en conexión con una eclesiología nueva, una vivencia personal de la fraternidad diferente abierta a muchas más posibilidades.
- El mundo de los nuevos refugios y las nuevas búsquedas, cansados de la pesadez, el anonimato urbanístico, la aceleración imperativa de una vida sin descanso (retomando la palabra “refugio” en su pleno sentido bíblico, sin la condena permanente de la huida, de la fuga).
- El mundo de las nuevas realidades personales, como lo son el amor de padre, la pareja y el amor libremente escogido y necesitado de más cuidado que el simple compromiso legal que emparenta personas, la delicadeza en el trato a los demás, la apertura hasta ahora desconocida a la diversidad exigente del diálogo y la convivencia con el muy-diferente, la lucha constante de la humanidad contra la permanencia en los lugares y opiniones comunes como inacción, la escucha que desea oír la voz de la propia conciencia.
- La espiritualidad del trabajo elegido. Vocaciones auténticas por un lado, que van viendo morir sus inquietudes primeras, y personas que llegaron a este o tal lugar sin saber bien por qué y aguardan encontrar respuestas que den sentido a lo que hacen, que lo sitúen.
- La espiritualidad laical, no alejada de la realidad eclesial, sino enmarcada en ella. Una espiritualidad que sea provocativa, que dé horizontes, que abra posibilidades. No una espiritualidad de la revisión para la complacencia o la culpa, sino de la exigencia nueva del Vaticano II. Una espiritualidad laical como comunión, no centrada en la identidad que fija fronteras, delimita roles y define posibilidades. Sino una espiritualidad de familia, maternidad, paternidad, o compromiso personal que genere y despierte inquietudes.
- La espiritualidad globalizada. Más que crítica con la globalización, que sitúe al Espíritu en el corazón de la inédita cercanía de tantas personas como prójimos por los que poder preocuparse, amar, conocer, de los que enriquecerse. Una espiritualidad que ponga en valor la diferencia y lo vivido allá lejos, que nos haga sentir parte de lo mismo en modos diversos. Por lo tanto, que empuje la bondad en todo ello y desee al Señor en el centro como vínculo de comprensión y unión mutua. La espiritualidad del Mediterráneo o de Tijuana, California son solo puntas de una llamada más honda.
- La espiritualidad sólida en confianza, prudencia y valentía que requieren como respuesta los tiempos líquidos. En este sentido, apoyada, nutrida en la máxima belleza y esplendor de la santidad cristiana. Sin olvidar que lo de hoy, probablemente, muy poco tenga que ver con lo conocido generaciones anteriores por muy golosas que se presenten algunas esquemáticas y pobres vinculaciones. Hablar de espiritualidad sólida sería hablar de una espiritualidad que genera y crea novedad, que sabe dar respuesta a nuevas inquietudes, que no permanece agazapada mientras otros van moviendo los hilos de la historia. Una espiritualidad para un sujeto adulto, no para un niño todavía por hacer.