Estupor. Los obispos, muchos de ellos, no salen de su asombro. Como ha sucedido con las riadas, que han ocurrido en lugares en los que se había advertido hace tiempo de esa posibilidad, aunque nunca se espera que caiga el diluvio universal justo ese día, no entienden la razón por la que está jarreando sobre la Iglesia española la acusación de que ha encubierto abusos sexuales, por más que, a día de hoy, estos sean muchos menos de los que algunos desean.
Siguiendo con los elementos, sobre la Iglesia española se está abatiendo en estos momentos la regla 30-30-30, esa que propició que el año pasado, por estas fechas, ardieran medio California y Galicia sin que hubiera mayor concurrencia de pirómanos: temperaturas por encima de 30 grados; solo un 30% de humedad; y vientos con velocidades superiores a 30 kilómetros.
Aquí, la temperatura anticlerical hace tiempo que es alta; aunque no faltan pirómanos por ambos lados que impiden que el ambiente se refresque, la crisis de los abusos es un escándalo mundial que lo hace más asfixiante; y la velocidad con la que los medios actúan, sigue dejando en evidencia las carencias de un sistema que aún no cree en serio su propia necesidad de ser cristalino.
“Esta situación es endiablada”, señala un obispo que ni por un instante hubiese pensado en un contexto en el que los periódicos habilitan direcciones para denunciar abusos. “¿Por qué debemos estar bajo sospecha? ¿Porque han aparecido pocos casos?…”, se pregunta otro pastor, que sabe bien lo que es secularizar a uno de los suyos con todas las de la ley.
Ni en otros momentos la soberbia ha sido el mejor exponente de lo que ha de ser la Iglesia, ni tampoco ahora debe dejarse amilanar. Si no hay nada que ocultar, no hay nada que temer más que los demás. Teniendo esto claro, no se entiende que no se haya visto venir de lejos que todos los elementos se estaban confabulando en contra.