El ocio siempre fue un privilegio (privilegio = en manos de unos pocos, pero por ley, por derecho). De ahí la palabra “escuela”. Siempre me ha cuestionado esta relación, porque hoy se toma como obligación. Después de los “Derechos humanos” se han olvidado las “Obligaciones Humanos”, y su Universalidad ha sido patrimonio del individualismo de los que mejor viven. Derecho se ha convertido más en algo de uno mismo, que en miras al otro. Idílicamente, bucólicamente, pastorilmente, retorno a la convivencia social de mis abuelos de campo, a mis padres de pueblo, a mis raíces.
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Eran y son pocos los que pueden dedicarse a lo que les importa, es decir, lo que aporta algo a la vida, al interior de tanta exterioridad. Al margen de toda injerencia y con la complacencia de externos. El que no disfruta de interioridad se ve obligado al “negocio” (no-ocio, a lo otro impuesto para salvarse a sí mismo, al trabajo como esclavitud y venta de sí mismo a otro, con sus intereses, y participando además de ellos con la propia vida). En el Evangelio son los “asalariados” ninguneados y compitiendo entre sí. A uno de ellos le sorprende un “tesoro” en medio de su trabajo y vende todo lo que tiene para alcanzar su libertad.
Llenar el tiempo…
Los hogares españoles en cuarentena tienen que mirar hacia algún lado. No queda otra. ¿Hacia dónde están focalizados, cuál es el fuego del hogar, el centro de sus vidas? El trabajo de unos y otros, las ocupaciones (que el Evangelio llama directamente “preocupaciones”, que ahogan la vida como zarzas no ardientes), las distracciones que asaltan a quienes ya están decididos a nacer a lo nuevo (esas rupturas interiores, que hacen que la acción se separe de mí mismo), las ocupaciones (qué loables para el mundo, y qué poco sentido comunican de ellas quienes las viven; esa sensación de tener el tiempo lleno, como justificación para el olvido de sí). ¿Y a dónde conduce todo esto? No lo sé. Simplemente es nuestro tiempo.
Ociosidad, me decía alguien a quien siempre escucho. No ocio, no entrega a algo que nos apasiona y para lo que por fin tenemos tiempo. Ociosidad como esa búsqueda para que algo llene este tiempo que tenemos y con el que no sabemos qué hacer. Ociosidad como no provocación, que nada me llame, que todo me distraiga. Ociosidad, en la parábola del sembrador, como lo contrario a la tierra buena. Es decir: que todo esto pase sin más (camino), que no tenga que recordarlo (zarzas), que caiga donde todo siga igual (piedras). Ociosidad contraria a la Vida. Ociosidad como perversión del tiempo, como un “no saber qué hacer con mi vida”, como “un nada tengo que vivir”, como “una condena a seguir aquí sin motivo alguno”. A esto ha llevado la cuarentena.
Ociosidad, que, por otro lado, tiene muchas respuestas elaboradas. Respuestas como “camino”, “zarzas”, “piedras”. Nos olvidamos de esto, de la complacencia, de la ociosidad.
El mundo digital ha abierto un sinfín de posibilidades en las que seguir existiendo sin pensar. Yo insisto a mis alumnos, y algunos por desgracia ya lo saben porque se ha impuesto sobre ellos una verdad que sus contemporáneos no conocen, y otros lo saben por gracia, que la vida no es el tiempo ni el tiempo es la vida. Esta fractura nos daría mucho que pensar. Pero la piensan pronto los de siempre, los que no tienen más remedio. La piensan es la afrontan, dan la cara ante ella.
La Vida. Feliz Pascua.
Nos espera más de lo que la esperamos. Esto es la esperanza.
Mientras tanto, día a día.