Un retiro espiritual en Alcalá ha sido para un grupo de hombres un necesario y rico espacio de desierto y de silencio tan difícil de encontrar en nuestra sociedades y ciudades actuales. Los contextos y ambientes en que vivimos nos han hecho crear la absoluta necesidad de vivir ‘superconectados’, esperando la última noticia o novedad y colgados de cualquier acontecer sea importante o anodino.
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Por eso, escribo tras un paseo por un jardín lleno de prunos. Necesitamos los ‘baños de silencio’ de los que habla Paul Claudel. Y si esos espacios están rodeados de estos hermosísimos prunos que florecen multiplicados por muchos espacios alcalaínos, mucho mejor. Porque estos elevan la mirada al color que activa la primavera en marzo.
Y qué sencillo es activarse con estas hojas malva, “como un quinteto de violas que pone el corazón en el aura” como dice Pilar Morte. He sido testigo privilegiado de como seminaristas y sacerdotes y algún religioso, estudiando en la Universidad Pontificia de Comillas ha tenido un retiro en Cuaresma en la ciudad de Cervantes no tanto para hablar de la misma sino para que este tiempo fuera el marco para centrarse en la persona de Cristo. Para orar.
En este contexto el eco de unas voces nuevas se alzaba en la penumbra de una Casa de oración en Alcalá de Henares: siete lenguas distintas, diez y ocho historias y los mismos diez y ocho latidos en un mismo corazón, el de la Iglesia. En la quietud de la oración, el mundo entero parece caber en un solo instante, donde el color de la piel y el acento se desvanecen, y solo queda la voz desnuda del alma que busca a Dios.
Seguimiento radical
África, América y Asia han traído hasta aquí a estos hombres de fe: sacerdotes y seminaristas y religiosos que han dejado atrás sus hogares, sus costumbres, sus certezas. Pero en Cristo han hallado la patria común, la morada eterna donde cada idioma se funde en un solo lenguaje: el del amor y el seguimiento radical.
Es una imagen que deslumbra: el misterio de la comunión hecha carne. Mientras el mundo se fragmenta en fronteras, ideologías y diferencias, aquí, en el silencio del sagrario, se gesta la verdadera unidad. No es la uniformidad de los que piensan igual, sino la armonía de quienes, siendo distintos, beben de la misma fuente: la Cruz y la Resurrección hacia la que caminamos juntos en la esperanza como quiere Francisco.
Los ojos cerrados, las manos abiertas, los labios murmurando un mismo Nombre: Jesús. En ese Nombre se contienen todas las respuestas, todos los caminos, todas las esperanzas. Se oyó en alguna intervención final que “en ese nombre se concentra toda la teología de liberación y de la bondad”. Y en su seguimiento, la Iglesia encuentra su sentido más profundo: ser faro y hogar para todos los pueblos, sin distinción, sin exclusión.
La riqueza de este encuentro no es solo la diversidad, sino la certeza de que cada uno, con su cultura y su historia, refleja una faceta única de Dios. En el sacerdote africano resuena el tambor de la alabanza antigua; en el seminarista americano, el fuego del primer anuncio; en el hermano asiático, la profundidad contemplativa que desvela la eternidad en cada instante…
La Iglesia y el mundo se enriquecen con este milagro cotidiano: el de hombres que, desde distintas tierras (Haití, Méjico. Japón, Uganda, Congo, Republica Dominicana, etc.), se abrazan en una misma vocación. En su oración conjunta, el Reino se hace presente, y el mundo, aún herido y dividido, vislumbra el sueño de Dios: un solo pueblo, una sola fe, un solo amor que todo lo renueva. En el centro de sus vidas, Cristo. En el horizonte de su caminar, la Cruz luminosa. Y en sus labios, la oración que no conoce fronteras.
Travesía formativa
Sacerdotes venidos de otros mares viven la travesía formativa inculturados en nuestras tierras con la intención de volver a la suyas más enriquecidos: en sabiduría, en universalidad y espiritualidad, con la clara conciencia de “repartir amor, prioritariamente, entre los que menos amor tienen” (que también este era un deseo expresado).
Retornar a la tierra natal, tras haber bebido de otras fuentes, es llevar en el alma un río que no olvida su cauce. Los sacerdotes que vuelven a sus orígenes, tras su formación en España, son puentes vivos –no muros- entre lo aprendido y lo vivido, entre la razón de lo estudiado y el misterio de lo entrevisto. Lleva en sus manos el pan del Evangelio, no solo para alimentar el espíritu, sino para liberar al ser humano de cadenas visibles e invisibles.
En su voz resuena el eco del aire fresco que sopla desde Roma, la brisa renovadora del papa Francisco, -a quien “adoran”- que invita a una Iglesia cercana, de puertas abiertas, con el aroma del pueblo y la misericordia por bandera. Así, su regreso no es un simple retorno, sino una siembra: la semilla que cayó en tierra propia, pero que se extiende con un horizonte más vasto. No volverán iguales, pues el viaje los ha ensanchado en lo que ya traían original y único: sus pasos ahora son más hondos, su palabra más templada, su escucha más atenta.
Verlos orar y compartir juntos ha sido recibir un gran mensaje de alianza con Dios y con la tierra en la cuaresma. Como lo expresa el arcoíris multicolor que también vi estos días. O el color violeta de los prunos que no son del color de la, a veces, triste Cuaresma sino el que me ayuda a mis orillas arrugadas igual que un tierno amanecer de luz. Mientras la plenitud lenta del silencio y el desierto orante se queda en mí enarbolado del color del agradecimiento y la emoción por haber sido testigo del abrazo de Dios con las criaturas.