Un día, Jean-Pierre Schumacher, el último de los dos supervivientes de los monjes mártires de Tibhirine (Argelia), me estiró de la manga para hacerme ver ‘una cosa importante’. Me llevó al patio del claustro del monasterio Notre Dame de l’Atlas, en Midelt (Marruecos). Allí había un viejo rosal, plantado –se dice– hacía muchos años por la esposa del mariscal Lyautey. Y en ese rosal, miles de abejas libaban afanosamente el polen que se transformaría en miel. Contemplando el espectáculo natural, Jean-Pierre me había murmurado: ‘Mira esto, es increíble lo que hacen estas abejas’. El monje tenía en ese momento 90 años”.
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Esta simple y sencilla historia me la cuenta Nicolás, mi amigo periodista francés que fue beneficiario de esta lección, lección que nunca ha olvidado y que siempre ha agradecido: “Saber maravillarse hasta el final de la vida terrestre, a pesar de los achaques, las pruebas y las dificultades”.
Yo me pregunto si la maravilla está en las abejas o en los ojos que las miran… y llego a la conclusión de que los maravillosos son los ojos que miran.
He visto nietos muy normalitos –incluso, defectuosos ante una mirada objetiva y neutral– que eran una maravilla para sus abuelos; la maravilla no estaba en el nieto, sino en los ojos de los abuelos.
Es la mirada de la madre la que convierte en maravilloso al hijo. Y es que “el mundo se vuelve mejor si nosotros optamos por mirarlo como algo maravilloso”, concluye mi propio amigo Nicolás.
La conversión por la mirada
Antes de exigir cambiar a quien está frente a nosotros, ¿no será mejor y mucho más fácil que nosotros mismos cambiemos la mirada sobre él? “La conversión por la mirada”, esa es la propuesta y la consigna. Educar nuestra mirada para que transforme en maravilla todo lo que vea, para hacer maravilloso todo lo que abarque y alcance.
¿No es así como nos mira Dios? Él, que “conoce nuestra masa y se acuerda de que somos barro” (Salmo 103), es decir, que conoce nuestra miseria y pobreza, nos dice también: “Tú eres precioso a mis ojos” (Is 43, 4).
No es que nosotros seamos maravillosos: son los ojos de Dios, la mirada que Él pone sobre nosotros, lo que hace de cada persona, de cada ser, una maravilla. ¡Somos preciosos a los ojos de Dios!
Si logramos que nuestros ojos sean “maravillosos”, el mundo será una maravilla.