Óscar Romero, el arzobispo mártir de El Salvador, quiso blindar la paz de su país, pero debió enfrentar, primero, las divisiones de su clero y del episcopado.
En 1978 adelantó una encuesta para conocer las razones del ambiente hostil que sentía entre sus sacerdotes. Sólo el 54% le respondieron. Un escaso 21% creía que el arzobispo podía fiarse de sus sacerdotes; el 50% creía en la unidad real del clero. Como si la Iglesia local reflejara la radicalidad que predominaba en el país.
En el seminario de San José de la Montaña, en San Salvador, esa radicalización tenía un detonante: la política. Algunos seminaristas habían creado células, colgaban pancartas revolucionarias en la fachada del seminario y se habían dividido en bloques que se acusaban mutuamente. Romero, fiel a su consigna de que “la Iglesia se gobierna con paciencia”, se reunía con ellos, confiado en que la relación personal y paternal les ayudaría a discernir.
Pero afuera del seminario y de las iglesias los problemas no eran menores. “Romero no puede negar que ha sido utilizado por grupos terroristas”. Otros le hacían coro a la acusación: “es un arzobispo de conciencia asesina, enemigo solapado de Dios”. Eran voces de derecha, irritadas y desilusionadas porque el arzobispo no condenaba ni excomulgaba a los comunistas. Según ellos, Romero, a la sombra de la cruz, levantaba a los campesinos, bajo la dirección de los comunistas y demás subversivos, “para llevarnos a ser una Cuba”.
El arzobispo había sido insistente: “la Iglesia no se identifica con ningún movimiento, ningún partido, ninguna organización. Un obispo no es un líder político. La Iglesia se queda siempre al margen (de los partidos políticos) para poder ser la conciencia en cualquier sistema”. Se trata, agregaba, “de construir el Reino de Dios que nos haga sentirnos hermanos de todos (…) La Iglesia debe apoyar todas las iniciativas que tengan como objeto la justicia, el bienestar, la paz de los hombres”.
Fueron palabras que cayeron en oídos sordos; y la polarización se apoderó de El Salvador. El antiguo comandante guerrillero y hoy profesor en Oxford, Joaquín Villalobos, lo dijo al recordar que la oportunidad que tuvo El Salvador hace 25 años con la firma de la paz hoy es un desastre: “hay un antagonismo insoluble que está destruyendo el país. La historia pudo haber sido diferente”.
¿Es, acaso, una constante de los países que hacen la paz después de una guerra prolongada que, cuando los debería unir el gozo de haber llegado a las condiciones políticas para la paz, esa misma causa los divida?
¿O es este un efecto inevitable de los largos años de violencia y de odio que acaban por llenar de desconfianza de todos contra todos, de modo que hasta de la paz se desconfía?
La huellas de la violencia
Une encuesta de salud mental hecha en 1995 reveló que un 61% de la población colombiana ofrecía una alta probabilidad de trastornos mentales. Preguntados los encuestados sobre sus sentimientos ante la situación del país, el 24,5 admitió tener rabia; el 37,7% desilusión, el 8,6% amargura. Como resultado de esa investigación se impuso la conclusión: “la problemática del país ha llegado a convertir los trastornos mentales en una prioridad para la atención de salud”. Se trabajaba, entonces, sobre las huellas dejadas por el paso de la violencia.
No se midió entonces, pero es presumible, que se hayan agrietado en este largo y sangriento período los puentes que la confianza tiende entre las personas. Además, ¿qué papel destructor han jugado los odios y el impulso de las venganzas personales estimulado por los líderes políticos?
Todo en una guerra conspira para que en los bandos enfrentados queden, como heridas no cerradas, las cuentas por cobrar, los reconcomios que no se logran silenciar, ni siquiera en el evento de la paz.
Es una realidad evidente y dura que hace parte de la naturaleza del postconflicto y que recuerda que tanto la paz como la justicia o como la libertad no son realidades que están ahí, hechas y terminadas; son procesos dinámicos y tan vivos, que necesitan de una acción constante para hacerlos crecer. El arzobispo Romero así lo preveía.
Romero pareció ingenuo porque en sus ojos había la transparencia de los hombres libres. Decía: “hay justas reivindicaciones en lo que llaman la izquierda. Así como hay mucho de reprochable en esa izquierda cuando se convierte en terrorista. Me gustaría distinguir en la derecha también algo bueno, que también tiene de lo malo. Mi afán como pastor es buscar la unidad, suavizar tantas violencia”.
“Romero, como el país, estaba atrapado entre la derecha cerrada a la justicia social y una izquierda cerrada al reformismo”, escribió en su biografía del arzobispo el historiador Roberto Morozzo della Rocca. A El Salvador no llegó el castrismo, como a Colombia tampoco el castro-chavismo. Pero tampoco llegó al país centroamericano la paz. Una clase política que allá se movilizó por emociones e intereses le hizo perder a El Salvador una oportunidad histórica de vivir en paz. Es el temor con que se observa en Colombia la terca insistencia de los políticos en las radicalizaciones, esa actitud del alma colectiva cuando la manejan las emociones y no la inteligencia.
El papa Francisco ha anunciado que con su próxima visita se propone hacerle un blindaje espiritual a la paz, o sea crearles a los colombianos los anticuerpos contra el odio, porque Colombia no puede perder la oportunidad de vivir en paz.