Pues sí. Otra fecha cuyo cincuentenario se conmemora la próxima semana, y ¿cómo no recordar que hace 50 años, el 22 de agosto de 1968, llegó Pablo VI a Colombia en la primera visita de un Papa al continente latinoamericano? Venía como peregrino al XXXIX Congreso Eucarístico Internacional –cuyo título fue “Vínculo de amor”– que se celebró en Bogotá entre el 18 y el 25 de agosto de ese mismo año y a inaugurar la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que sesionó en Medellín entre el 26 de agosto y el 7 de septiembre de 1968, reunión que calificó en la ceremonia de inauguración como “un nuevo periodo de la vida eclesiástica”.
Los recuerdos de esta visita –¡discúlpenme!– pasan por mis recuerdos personales. Hace 50 años yo era una señora relativamente joven, por entonces casada y con cinco hijos –la menor acababa de nacer– y relativamente piadosa. Eso sí, religiosamente inquieta y considero la preparación del Congreso Eucarístico Internacional como circunstancia y al mismo tiempo experiencia que considero como punto de partida de mi vocación teológica.
Por eso comienzo por recordar dicha preparación que, como lo reconoció el papa en su encuentro con los organizadores, se proponía “disponer los espíritus para que el Señor tuviese no solo homenajes de fe rendida ante el altar central del Congreso sino también en cada corazón y en cada hogar un sagrario donde fuese amado y difundido”. Preparación que, también reconoció, fue “el alma vivificadora de los actos”.
Asambleas Familiares
Recuerdo el programa diseñado por la Secretaría Preparatoria. Estaba centrado en las Asambleas Familiares que se reunieron durante la primera mitad del año 1968 y en cuya organización participé, visitando las parroquias bogotanas para motivar a los párrocos, primero, y a las familias que iban a liderar el proceso. Recuerdo, además, haber participado en su capacitación como integrante de un equipo de laicos y laicas, en su mayoría, que recorrió el país traduciendo los documentos del Concilio Vaticano II (1962-1965) acabados de publicar y que estábamos empezando a leer. Recuerdo, sobre todo, que estábamos descubriendo en ellos que la Iglesia no es únicamente la jerarquía sino que, por el bautismo, todos somos Iglesia. También recuerdo la excelente recepción por parte de las familias que en estos encuentros descubrían una dimensión nueva y atractiva de la Iglesia, de la fe, de la vida cristiana y, obviamente, de Jesucristo y del Padre Dios.
En este clima de una fe renovada recibimos en Colombia a Pablo VI ese 22 de agosto de 1968. A su llegada, en el aeropuerto, dijo que venía en “peregrinación religiosa” y se refirió al “privilegio de ser el primer Papa que llega a esta nobilísima tierra, a este cristiano continente”. Era su “primer encuentro con la América Latina”, como lo expresó al regresar a Roma el 24 de agosto, un día después de despedirse en el aeropuerto: “¡No te decimos adiós, Colombia! Porque te llevamos más que nunca en el corazón”.
Encuentros
Y nuevamente tengo que acudir a mis recuerdos. Lo vi besar el suelo colombiano al bajar del avión, oí sus palabras y recibí su bendición en el templete eucarístico, especialmente construido para la ocasión. Particularmente recuerdo sus palabras en el encuentro con un millón de campesinos en Mosquera, una población cerca a Bogotá: “El sacramento de la eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo. […] Por lo demás, Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del evangelio, donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión y de ayuda es él, como si él mismo fuese ese infeliz”.
También seguí de cerca su encuentro con los enfermos en la parroquia de Santa Cecilia, en el barrio Venecia al sur de Bogotá, y su visita a dos familias pobres de dicho barrio; salí a la calle para verlo pasar y estuve atenta a sus discursos denunciando situaciones de injusticia e invitando a los responsables de la sociedad a comprometerse en solucionar dichas situaciones, como también a las palabras que dirigió los obispos latinoamericanos que se iban a reunir en Medellín.
Además de ser la primera visita de un Papa al continente latinoamericano, el papa Montini representaba el Concilio Vaticano II y el movimiento de revisión y renovación eclesial –el aggiornamento– que significó el paso de la visión de Iglesia de cristiandad, piramidal, triunfalista, a la eclesiología de pueblo de Dios, Iglesia servidora, peregrina, que adoptaron los obispos de América Latina reunidos en Medellín en su adaptación de Vaticano II a la realidad latinoamericana.
También su visita estaba precedida por la publicación de dos encíclicas que levantaron revuelo: tres meses antes, la propuesta social de Populorum progressio que proclamaba que “el desarrollo es el nombre de la paz” había despertado críticas en sectores conservadores y los periódicos norteamericanos la calificaron de marxismo recalentado; y apenas un mes antes, el 25 de julio, Humanae vitae había armado otro alboroto con su rechazo a los métodos anticonceptivos artificiales cuando la opinión mundial estaba esperando la autorización de la píldora anticonceptiva.
Sus palabras se las llevó el viento
Pero volviendo a la visita de Pablo VI hace 50 años. Javier Darío Restrepo, quien fuera director de Vida Nueva Colombia, escribió en esta revista que Pablo VI vino a nuestro país “a cambiar la historia de la Iglesia y del continente latinoamericano”, y “la historia de Colombia sería otra si su voz hubiera sido escuchada”, pero “resonó en el desierto”.
Lamentablemente solo quedaron los ecos del júbilo del pueblo colombiano que lo vitoreaba a su paso y el viento se llevó sus palabras. Las que dijo a los campesinos: “oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento” y “no podéis tolerar que estas condiciones deban perdurar siempre sin ponerles solícito remedio”. Su análisis de la situación de América Latina, donde “el desarrollo económico y social ha sido desigual”.
Su discurso a empresarios e industriales: “la llave para resolver el problema fundamental de América Latina la ofrece un doble esfuerzo, simultáneo, armónico y recíprocamente benéfico: proceder, sí, a una reforma de las estructuras sociales [y] favorecer la elevación de ‘la manera de ser hombres’ de la gran mayoría de quienes hoy viven en América Latina”, lo que calificó como una empresa primordial que se traduce en “favorecer la promoción integral del hombre y su inserción en la comunidad: alfabetización, educación de base, educación permanente, formación profesional, formación de la conciencia cívica y política, organización metódica de los servicios materiales que son esenciales para el desarrollo normal de la vida individual y colectiva en la época moderna”.
Su llamada de atención respecto a la violencia, que “no es evangélica ni cristiana; y que los cambios bruscos o violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes a la dignidad del pueblo” y la que hizo a los obispos latinoamericanos: “Entre los diversos caminos de una justa regeneración social, nosotros no podemos escoger ni el del marxismo ateo ni el de la rebelión sistemática, ni tanto menos el del esparcimiento de sangre y el de la anarquía”.
Y, bueno, se acabó el espacio para la conmemoración de esta efemérides que es oportunidad para recordar algunas palabras de Pablo VI que no han perdido actualidad.