Acaba de clausurarse uno de los sínodos que más ruido eclesial ha levantado, si no el que más, aunque mediáticamente haya pasado casi desapercibido. Traer la Amazonía a Roma, acoger a sus gentes y mostrar respeto por sus costumbres y tradiciones no ha sabido ser interpretado por muchos que se dicen católicos con un espíritu acorde, en primer lugar, al de las bienaventuranzas. Pero podríamos establecer otros símiles y la actitud seguiría sin pasar la prueba de la ejemplaridad.
El propio papa Francisco tuvo que pedir perdón, totalmente avergonzado, por el robo en una iglesia romana de unas estatuillas amazónicas que representaban la vida, la fertilidad y la Madre Tierra, la Pachamama, y que fueron arrojadas al Tíber por “unos valientes cristianos”, según se decía en vídeo en el que exhibieron semejante hazaña. Les parecía un intolerable culto idolátrico en un templo católico a unos metros del mismísimo Vaticano.
En esos mismos días, algo parecido a un culto idolátrico tenía lugar en Mingorrubio, en la capilla donde inhumaron a Franco, con una homilía que, en lugar de honrar a un difunto, dejando su historia para el día del Juicio Final, parecía cantar las loas del mismísimo Aquiles, si no fuera porque se subrayaba su carácter de “católico ejemplar”, “cristiano fiel” y “bienaventurado”.
Ni el cardenal Marcelo González se atrevió a semejante panegírico teniendo a Franco de cuerpo presente a unos metros de él, “temeroso de que también los hombres podemos excedernos con la mejor voluntad”, como señaló el entonces primado de España.
Y olvidan también –ellos y quienes se escandalizan más, por ejemplo, con la conferencia de cualquier cura secularizado en cualquier parroquia de barrio– que aquel “católico ejemplar” le impidió a Pablo VI venir a España, no le cogió el teléfono cuando le llamó para interceder por los últimos fusilados de la dictadura y cuyo decreto de excomunión llevó Tarancón en su bolsillo. Todo eso también formó parte de su “altura espiritual”, como la definió el sacerdote que ofició en Mingorrubio.