Llama mi atención nuestra probada capacidad para incumplir acuerdos. No solo en el mundo de los negocios, sino también en nuestras relaciones con otros y hasta con nosotros mismos. No es queja malinchista, ni trauma generacional. Tampoco es sarcasmo postmodernista, ni crítica nihilista. Es solo una observación sobre nuestra realidad humana.
Todos somos Percival
Cada día observo emprendedores con la esperanza de encontrar un socio que ahora sí les salga bueno, votantes aspirando a elegir gobernantes dignos y novios buscando pareja con quienes puedan perdurar en el amor. En ocasiones las relaciones son solo efímeras, pues las promesas fueron insostenibles y las palabras vacías. Y esto nos lleva a un peregrinar –que se siente eterno- en busca de amigos verdaderos, colegas profesionales, proveedores confiables o el amor de la vida. En búsqueda de con quién pactar, somos como ese caballero errante que persigue incansable el acuerdo perfecto, cual Santo Grial.
Los buenos acuerdos son tan poco comunes en el mundo de la empresa y en la vida, que encontrarnos con uno es causa de festejo. Por eso los contratos se celebran. Idealmente, para que nos quede claro que tanta belleza sí es posible, pero también para no olvidar nuestros pactos y quizá también para mantener un compromiso adquirido, aunque después venga la adversidad. Rodeamos nuestros acuerdos de normas de valor agregado, transparencia, rendición de cuentas y efectividad. Todo esto para que el gozo nos dure un poco más.
Anhelo de encuentro
El camino del acuerdo es hermoso, pero ciertamente es cuesta arriba. Requiere echarle ganas, que yo ponga de mi parte y además un poco más. De tu parte esperaría razonablemente el mismo interés, dedicación y seriedad. Hacer acuerdos es relativamente fácil cuando nos acercamos a la mesa con desapego y virtualmente imposible si los dos nos entercamos en buscar solo nuestro propio beneficio.
Ponernos de acuerdo para ir al cine es tarea fácil, escoger película no tanto y tratar de conciliar su significado suele ser tema delicado. Pareciera que coincidimos en lo placentero, nos diversificamos en los gustos y nos separan los significados. Y sin embargo, la vida nos llama a un significado superior compartido. El acuerdo unitivo nos llama una y otra vez. De modos simples o complejos, somos seres gregarios, al punto que como dijera Gibrán (1918), puede más la locura colectiva que la lucidez en soledad. Y en ese camino seguimos anhelando un pacto confiable, fuente de gozo y de paz.
Personalmente, aspiro solo a equivocarme menos. Busco honrar mi palabra y también tener una vida honorable. Y si me conoces bien, sabrás que he regado el tepache de manera monumental. Pero estudio y aprendo de errores propios y ajenos. Me tomo mis pildoritas de ubicatex, pido disculpas y también aprendo a perdonar. Mientras más pronto me recupere, menos tiempo me la pasaré tratando de lograr cosas solo y rumiando mi malestar. Más pronto podré mirarte de nuevo de frente y, con claridad renovada, volver a intentar.
Inquebrantable
No sé tú, pero cómo me gustaría que existiera eso del pacto inquebrantable. Como el del encantamiento de Severus, pero en serio y con endorfinas. Que no se ciña mañosamente a lo expresamente dicho, sino que con la misma buena fe albergue cualquier escenario posible, sin intenciones ocultas, ni letras chiquitas. Qué delicia que el otro fuera un manantial de buena vibra y se adaptara a mantener el acuerdo, incluso –si no es mucho pedir- aunque de repente me falle.
Tú y yo sabemos que sí hay alguien capaz de fincar tales acuerdos. Quizá porque su naturaleza misma es a la vez encuentro y fuente del encuentro. Somos testigos de esa historia milenaria de persistencia incansable que nos invita a la fecundidad y a la vida, forjando de inmediato un nuevo plan que supere cada defecto y cada tropiezo. Sabemos que esa voluntad obstinada, de paciencia infinita, que espera sin límites, confía sin límites (1 Cor 13, 7), no solo nos invita a un pacto de vida sino que además nos sostiene cada día. Le llamamos Providencia. Y es por ese ejemplo y ese fuego, que aspiro a que mis acuerdos se parezcan cada día un poco más a los que finca Él.
Referencia. Gibrán, K. (1918). El Loco.