Todavía estamos sacudidos por el impacto de esta pandemia y por el hecho de no poder comprender muy bien lo que está ocurriendo, pero de todas maneras tenemos que seguir adelante y para hacerlo necesitamos algunas señales que nos orienten. Sabemos que son señales provisorias, pero por algún lugar hay que comenzar. Necesitamos reflexionar, dialogar, escribir, leer y, especialmente seguir el consejo del Maestro: “retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto …” (Mt. 6,6).
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La pandemia ha cambiado el mundo tal como lo conocíamos y, como no podía ser de otra manera, ha cambiado la Iglesia. Nos cuesta aceptarlo. ¿Será así? Todo indica que sí, que es así, aunque para muchos ese cambio tan radical sea discutible. Pero, en cualquier caso, lo que es indiscutible es que estamos ante un acontecimiento único en la historia de la humanidad, y de la Iglesia, que implica un desafío que exige respuestas. Para quienes tenemos fe se trata de un tiempo en el que Dios nos está diciendo algo que deberíamos escuchar atentamente.
Es incalculable la cantidad y variedad de cuestiones sobre las que tenemos que volver a reflexionar, pero hay una que ha afectado especialmente la vida de los cristianos y ha puesto de manifiesto algunas carencias inquietantes. De un día para el otro nos quedamos sin la eucaristía que celebrábamos habitualmente en comunidad. Simultáneamente, surgió un fenómeno nuevo: las redes sociales multiplicaron hasta el infinito las celebraciones eucarísticas y se multiplicaron también los debates y los reclamos. Algunos exigían la reapertura de las iglesias y el acceso a los sacramentos con expresiones que hacían pensar hasta en un nuevo tipo de “persecución religiosa”. Otros, resaltaban las bondades y las riquezas de una nueva manera de celebrar la fe en las “iglesias domésticas” a través de las tecnologías, en las que se expresaba de manera nueva y oportuna el “sacerdocio común de los fieles”.
Un poco de catecismo
La enseñanza tradicional de la Iglesia, expresada también en el Catecismo de la Iglesia Católica, nos enseña desde siempre que los frutos espirituales de la participación en la eucaristía dependen fundamentalmente de dos elementos: por una parte es necesario que la celebración en cuestión sea válida, es decir que se ajuste a las normas litúrgicas establecidas, y, por otra parte, depende de la disposición interior de los que participan en ella. El Catecismo lo dice así: “siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe”. (C.I.C. 1128).
Por lo tanto, puede una persona participar de la eucaristía celebrada por el Papa en la Basílica de San Pedro sin obtener ningún fruto espiritual porque su disposición no es la adecuada (los motivos pueden ser muchos). Simultáneamente, puede otra persona participar de esa misma celebración a través de su teléfono desde la cama de un hospital y recibir en su corazón todos los frutos de la gracia por su sincera actitud interior que busca honestamente su encuentro con Dios.
Una de las sorpresas de estos tiempos ha sido la cantidad de personas que, a través de las diferentes tecnologías, se han acercado a las celebraciones religiosas. Algunos cálculos, que esas mismas tecnologías ofrecen con notable precisión, demuestran que son muchísimos quienes “no pisaban una iglesia” desde hacía mucho tiempo y que, sin embargo, han participado de esas celebraciones “virtualmente”. En cualquier caso, lo importante no son los números y sería un error caer en nuevos “triunfalismos” esgrimiendo las estadísticas de las redes sociales. No se trata de cuántos somos sino de si estamos en el camino correcto. Pero este fenómeno invita a formularnos algunas preguntas.
¿Cuándo una misa está “bien celebrada”? Sin dudas, cuando se cumplen correctamente las normas litúrgicas y cuando además la disposición de los participantes es la adecuada. Faltando cualquiera de estos dos elementos la celebración carecerá de los frutos espirituales que se esperan de ella. Es relativamente fácil saber si se cumple con el primer requisito, solo es necesario comparar la celebración con las indicaciones de los rituales. Pero ¿cómo saber si se cumple con el segundo? Solo Dios conoce las disposiciones interiores de cada uno pero hay algunos signos a los que es importante prestar atención. Especialmente uno: el mandamiento del amor es parte esencial de la celebración eucarística desde el mismo momento de su institución en “la Última Cena”. ¿Cómo se vive la caridad, el amor mutuo y el amor a los más necesitados, en la comunidad que celebra la eucaristía? ¿Cómo impacta la celebración eucarística en mi vida personal?
Regresemos a la imagen de aquel que participa de la misa del Papa en San Pedro sin la disposición adecuada y a la de aquel que lo hace desde su teléfono pero buscando sinceramente encontrarse con Dios. ¿Quién celebra “mejor”? ¿Cuál de estas dos personas ha celebrado más fructuosamente la eucaristía? La respuesta es evidente: a Dios no se lo encuentra ni en las ceremonias más deslumbrantes ni en los teléfonos, Él habita en los corazones.
El Patio de los Gentiles
Benedicto XVI, un hombre al que difícilmente se puede calificar de “enamorado de la cultura digital”, ha dejado para la reflexión de la Iglesia una de las imágenes más enriquecedoras que se pueden hacer desde la fe sobre el fenómeno de internet y sus consecuencias. En uno de sus mensajes con ocasión de la Jornada para las Comunicaciones Sociales comparó internet con “el Patio de los Gentiles”, ese espacio del Templo de Jerusalén en el que se encontraban los que no entraban en el Templo por diferentes motivos (eran extranjeros, estaban enfermos, o padecían otro tipo de “impurezas” que vedaban para ellos el acceso al interior). Allí establecían sus negocios los “mercaderes del Templo” y en ese sitio se desarrolla la escena en la que el Señor expulsa a esos comerciantes, diciéndoles que saquen esas cosas de allí porque “mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones”. Es decir, señala Benedicto XVI, que ese lugar en el que se encontraban los que no podían entrar al Templo, los que buscaban a Dios sin conocerlo o sin saber bien qué era lo que buscaban, también era un lugar “de oración”, un sitio sagrado.
Con una intuición genial, el anciano “Papa teólogo”, concluye su reflexión diciendo que internet se parece a ese Patio de los Gentiles, un lugar en el que muchas personas buscan sin saber muy bien qué buscan. Por ese motivo aquel lugar también puede ser “Casa de oración para todas las naciones”, y allí deben estar los cristianos intentando responder a quienes buscan.
Seguramente esta terrible experiencia de la pandemia nos obligue a abrir nuestras iglesias de una manera hasta hace poco impensada. Probablemente, la participación a través de las redes es un fenómeno que llegó para quedarse. Quienes observan desde sus dispositivos electrónicos pueden parecer lejanos, pero también pueden ser como Zaqueo que observaba desde su escondite. Sí, en las redes hay muchos tímidos zaqueos que observan sin ser vistos el paso del Maestro.
Ya sabemos como termina aquella escena: “Zaqueo baja pronto, que quiero alojarme en tu casa”; y entonces otros dijeron: “ha ido a alojarse a casa de un pecador”.