Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

¿Para qué sirve el cristianismo?


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Estamos a un tris de que alguien nos haga esta pregunta. Y responderíamos con libertad y valientemente, si no tuviésemos una historia detrás que nos interpela, y no digamos los casos recientes, y si olvidásemos lo que somos cada uno en nuestra vida más cotidiana. Toda la historia del cristianismo se vuelve algo casi vulgar en la respuesta como la responsabilidad de cada uno consigo mismo ante el Dios que confesamos amar, seguir, querer, que se ha hecho persona en carne y hueso y nos ha dado su Espíritu.



Estamos a un tris de deber responder la pregunta a otros, pero cuando alguien la haga lo primero será reconocer su fuerza sobre nosotros, su máxima interpelación, su provocación evangélica. No es una pregunta ajena, ni novedosa. Está en Mc. 8, Lc. 8, Mt 16. Para quien desee repasarla. Ya la hemos respondido, de algún modo y manera, no con el pensamiento abstracto y lejano, sino con esa razón que sostiene y dirige nuestra existencia.

Estamos a un tris de reconocer que es una pregunta sobre la historia de la humanidad entera y se ha realizado en cada una de sus partes, nunca equilibradas, que jamás han suspendido ni ocultado su tensión. Recuerdo el inicio de ‘Teohumanidad’, de Vladímir Soloviov: “No voy a entrar a polemizar con quienes, en la época actual, mantienen una actitud negativa hacia el principio religioso… porque la religión, de hecho, no es lo que debería ser”. Y a partir de este momento, se dedica a construir en positivo, sin dejarse atrapar por lo negativo del instante y del momento.

Personas como Soloviov (gracias a uno de sus grandes traductores, Manuel Abella, a quien no conozco, pero sin cuyo conocimiento nunca me hubiera podido aproximar a ciertos pensadores rusos) han construido sin vergüenza, pero con arrepentimiento, un discurso constructivo y potente. Una palabra a la que solo una persona religiosa de verdad es capaz de atender más allá de sus miserias, contradicciones y contrastes, porque entonces su palabra no es solo para otros sino para sí mismo y para otros, para sí y para el prójimo, para todos, de carácter universal.

Incapaces de hacer camino

La trampa de la pregunta reside en el impacto primero, en considerarnos niños ingenuos ignorantes de nuestras miserias e incapaces de hacer camino. La pregunta “del mundo” y desde fuera es “por qué no eres perfecto, inmaculado y puro”. Y la respuesta es bien sencilla, si se ha hecho un camino de fe entregado: porque Dios no me quiere así, me quiere como soy, me llama cada día, no se olvida de mí; porque el pecado no vence a la gracia, porque hay misericordia, porque lo mejor de la misericordia de Dios es que, con misericordia siempre corrige para nuestro bien, y cuando confiamos en ella se sabe que es verdad, bien y belleza. Aunque al principio no lo parezca.

Dicho en palabras de otro ruso, Nikolái Berdiáyev: “Lo primero que enseña (el cristianismo) es el amor desinteresado por Dios y el prójimo”. Esto lo saben muchos del cristianismo, hasta que entran en el mundo oscuro y difícil de la intención de la voluntad. La palabra “desinteresado” no es gratuita al lado del amor, sino su configuración formal definitiva y última, la descripción más precisa del amor, que ya conoció ‘El Banquete’ de Platón: el amor al otro sin esperar nada a cambio, el amor capaz de desesperarse, desesperanzarse, romper con toda la realidad y seguir amando porque ha puesto un pie en el amor definitivo. Como apunte final, el interés es una palabra curiosa con muchas aristas. Interés es lo que nos une radicalmente con la vida y con el otro, también lo que más puede separarnos si no es auténtica comunión y cae más del lado propio que del otro.

Para quienes quieran más, Jean-Yves Lacoste, del lado de la filosofía, tiene intuiciones muy conectadas con nuestro tiempo y con Dios. Los dos primeros estudios de ‘La fenomenicidad de Dios’ valdrían muchas conversaciones, pero en el tercero trata ya de “la venida de Dios a nuestra conciencia”, algo que incluye “lo irreductible”, “una experiencia que no podemos describir sin vernos forzados a admitir la existencia de aquello sobre lo que es la experiencia”, “confesar los límites de todo trato o familiaridad religiosa y dejar de creer ciegamente en el testimonio del sentir”. Una de sus preguntas: ¿Cómo distinguir entre poner entre paréntesis una fe y una creencia? “Nos veríamos incapaces de rendir justicia al modo como Dios aparece”.

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Y es así como nos encontramos sinceramente los cristianos ante Dios, que llega un momento en el que lo nuestro es, a pesar de la fe, tan distante de Dios, que deseamos lo de Dios más que lo de nosotros mismos. Mientras que, por el lado de la historia, se nos pide una cercanía total, absoluta, como partes de un sistema del que somos una parte insignificante y que nos ha dado vida, y al que no representamos ni de lejos, a poco amor que tengamos. El mismo Jean-Yves Lacoste, en ‘Experiencia y absoluto’, despacha la cuestión en sus dos últimos capítulos.

La existencia será siempre penúltima respecto de la Palabra definitiva de Dios sobre la historia y hay en la historia personal de cada persona un progresivo desapropiamiento de sí mismo hacia los demás, en forma de entrega y abandono. Es siempre exigente verse ante estas cuestiones, pero el humor del loco y la persona mínima redundan en ciertas esencias que no queremos dejar pasar de largo en nuestra cotidianeidad: “El loco es inferior al filósofo, inferior al erudito, inferior al político. Se desvanece detrás de ellos, por eso no sorprende a nadie que su nombre se omita cuando intentamos pensar al hombre insuperablemente humano. Pero no se desvanece sin dejarnos a cargo de un problema: ¿y si el hombre mínimo, reducido litúrgicamente a lo esencial y casi a menos que lo esencial, hiciese de sí mismo y de lo Absoluto una experiencia más rica que la del filósofo o el erudito?”. La respuesta es el final del libro.

Un paso más con José Manuel Chillón, a quien leí por primera vez paseando el carrito de mi primer hijo cuando era un bebé que dormía fatal, por el recinto ferial de Alcalá de Henares. Algo que al lector de este post resultará inútil, pero no al lector de José Manuel Chillón. Nada más comenzar su fabuloso texto ‘El pensar y la distancia’, se descuelga con esta frase memorable: “Quien no aprenda a preguntarse se mantiene en el prejuicio”. Y todos sabemos del mal de los prejuicios.

Para terminar, he tenido la fortuna de encontrar ‘Diálogo’, de E. Levinas, escrito para ‘Fe cristiana y sociedad moderna’, editado en Friburgo en 1982 y traducido en España por Ediciones SM solo 2 años después. ¡Un elogio al diálogo, a escuchar al otro y a responsabilizarse con él! Una joya de interés más que intelectual, para todos aquellos que de verdad merece la pena escuchar al otro, acogerlo, respetarlo. Sus preguntas siempre son importantes y son oportunidad para tejer relación. La pregunta del otro, con su pensamiento, es nuestra ocasión para compartir razón.