El pasado quince de agosto una muchedumbre de peregrinos recorrió los 150 kilómetros que separan a Ciudad Barrios de San Salvador, cuando se cumplían los 100 años del nacimiento de monseñor Óscar Romero en esa población.
Asesinado mientras celebraba la Eucaristía por un sicario pagado por el militar Roberto d’Aubuisson, del arzobispo fue proclamado santo por buena parte del pueblo salvadoreño, testigo de su entrega a la causa de los pobres; pero fue una proclamación sin eco en la congregación vaticana para la causa de los santos.
Tendrían que pasar 19 años después del inicio del proceso de beatificación para que la Iglesia reconociera oficialmente lo que los salvadoreños tuvieron por seguro y proclamaron en la catedral de El Salvador el día de su funeral, salpicado con la sangre de las víctimas del atentado contra la feligresía que honraba a su arzobispo.
Los asesinos que dispararon y arrojaron bombas pudieron tener las mismas razones de los que en Roma emprendieron una campaña para denigrar del arzobispo: “desequilibrado”, “marxista”, “marioneta de los teólogos de la liberación”, “demagogo”, fueron los calificativos que se levantaron como muros, para detener la marcha del proceso.
El fundador de la comunidad de San Egidio, Andrea Riccardi, señaló al cardenal Alfonso López Trujillo quien alegó la posibilidad de que la beatificación de Romero se convirtiera en la consagración de la Teología de la liberación. Ese temor explica el largo sueño del proceso durante los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Vincenzo Paglia, el postulador de la causa de Romero, anotaría: “de no ser por Francisco, latinoamericano y conocedor de este continente, Romero no habría sido beatificado”.
Es explicable por eso el entusiasmo de los peregrinos durante su largo recorrido del 15 de agosto y la certidumbre con que esperan la canonización del arzobispo en 2018.
Un especialista en el tema de las canonizaciones, Kenneth L. Woodward (La fabricación de los santos. Bogotá: Círculo de lectores. 1992) compara, sorprendido, este proceso con el de la canonización de José María Escrivá, que duró 15 años. Es una duración corta y explicable: desde antes de su muerte había comenzado la recolección de documentos para un posible proceso, de modo que el postulador de la causa, cinco años después de su muerte abrió la causa con cartas de 69 cardenales, de 241 arzobispos y de 987 obispos; 41 superiores de órdenes y congregaciones religiosas. Entre documentos y testimonios se juntaron 20.000 páginas y, como resultado, a los escritorios de la Congregación para las Causas de los Santos llegaron las 6.000 páginas del documento de la postulación.
Una activa e influyente comunidad, provista de recursos, hacía la diferencia con la precaria y sospechosa causa del arzobispo Romero. Sobre Escrivá no había las dudas que se multiplicaban alrededor de Romero, asesinado cuando en su país ardían la guerra y los incendios. Los disparos y explosiones que interrumpieron su funeral no fueran más que la prolongación del tenso drama en que había vivido: una lucha ininterrumpida para hacer comprender a sus compatriotas que la violencia no podía ser solución y que la justicia y el respeto eran la clave. Como la única voz libre que resonaba en medio de la guerra se había convertido en la conciencia de los salvadoreños.
Con ese turbulento marco de vida y ante la paranoia eclesiástica frente a todo lo que fuera o pareciera comunismo, el proceso Romero estuvo a punto de llegar a ser un archivo muerto en la Congregación de las Causas de los Santos.
Los recursos escasos, las sospechas y los miedos fueron una parte de los obstáculos para esta causa.
Pero aún después de la reforma de 1983, que suprimió el pintoresco abogado del diablo o fiscal del proceso, se mantienen como obstáculos los motivos doctrinales (el rechazo de lo heterodoxo), las objeciones espirituales o sicológicas contra inestables y falsos místicos, las objeciones pastorales o políticas que pudieran perjudicar la iglesia local y, además, la dificultad de los milagros.
Como un culto al racionalismo, durante mucho tiempo se mantuvo la exigencia de milagros, como señales urdidas por los exigentes funcionarios de la Congregación, de la cercanía con Dios del candidato a santo. Esto constituyó a los médicos en garantes de santidad. Así, observa Woodward, “se limitó lo milagroso a lo que se pudiera observar con los ojos de la ciencia médica, un modo de restringir y racionalizar el significado del milagro como señal de la amistad con Dios” (491).
Francisco, con lucidez evangélica, concluyó que hay un milagro mayor: la virtud heroica de hombres como Oscar Romero: “hay otra serie de milagros que no son solamente de observación física”, me dice el embajador colombiano ante la Santa Sede, Guillermo León Escobar. Y agrega al preguntarle si cambiará el sistema de altos cobros para el proceso de los santos: “sin duda. Eso también lo empezó Benedicto XVI bajando aranceles y todo lo que se tenía que pagar. Francisco ha completado esa acción para introducir una causa”.
Hoy cuenta, como ocurrió en el primer siglo, la voz de los cristianos de a pie. Los primeros santos fueron propuestos y ungidos con la voz de las manifestaciones populares que expresaban la alegría de tener consigo un testigo de las riquezas y del poder de la fe.
Así como en Jesús se reveló quién y cómo es Dios, en un santo esa revelación de quién y cómo es Dios; que es lo que cada uno de ellos dice, no con discursos sino con su vida.
Es la importancia que tienen las dos beatificaciones que hará Francisco en Villavicencio. En un país de tempestades, dos víctimas de esa turbulencia transmiten y mantienen ese mensaje: en Colombia el reino de Dios también es posible.