Son muchos los creyentes que tras contraer matrimonio cristiano se han separado de sus cónyuges, han roto civilmente con ellos, y han iniciado una nueva relación de pareja. Muchos de ellos se sienten violentados por los mensajes oficiosos y, en ocasiones, oficiales que emanan de ciertos sectores de la Iglesia, de una parte del clero e, incluso, de las instancias episcopales. Uno de estos creyentes violentado es mi amigo Rafa.
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El valor sacramental del matrimonio cristiano, que lo presenta como manifestación del amor de Dios en el mundo y como signo de la unidad de la humanidad y de esta con Dios, justifica que sus “propiedades esenciales sean la unidad y la indisolubilidad” (CDC 1056), y que el matrimonio no pueda “ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte” (CDC 1141). Pero lo que no justifica es la estigmatización de hombres y mujeres que, comprometidos con su fe y tras un doloroso proceso de discernimiento, han decidido divorciarse y compartir su vida con una nueva persona, pues “a las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que ‘no están excomulgadas’ y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial” (AL 234).
La gran controversia que suscita esta cuestión es si los divorciados pueden o no pueden participar de la Eucaristía.
Hay discursos teológicos, e incluso exhortaciones apostólicas, que refrendan la ilicitud de que un divorciado, que ha iniciado una nueva relación de pareja, pueda comulgar. El documento Doctrina Católica sobre el Matrimonio de 1977 afirma que “el acceso de los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía se comprueba incompatible con el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo” (DCM 12). Durante el pontificado de Juan Pablo II, desde el Vaticano se publicaron apreciaciones en la misma línea, “si los divorciados se vuelven a casar civilmente […] no pueden acceder a la comunión eucarística [es decir, no pueden comulgar]” (CEC 1650) y se reafirmaba que, apoyándose en la Sagrada Escritura, no se puede “admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez” (FC 84).
De ‘Familiaris consortio’ a ‘Amoris laetitia’
Estas afirmaciones se dieron en el contexto del nacimiento del divorcio civil en muchos países de tradición católica, como por ejemplo España, y en el aparente miedo de la jerarquía a perder sus valores en el diálogo con nuevas formas de entender el matrimonio. Sin duda, son argumentos de trinchera. En la exhortación ‘Familiaris consortio’, se llega a hablar del divorcio como “plaga”. En cualquier caso, ninguna de estas afirmaciones tiene validez jurídica. Algunos de los que siguen defendiendo estos argumentos recurren al Código de Derecho Canónico para puntualizar que “no deben ser admitidos a la sagrada comunión […] los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” (CDC 915). Pero no creo que “obstinado o grave” sean adjetivos que definan, per sé, el asunto que estamos tratando.
En otras ocasiones se recurre a argumentos completamente descontextualizados como el de San Basilio que, en el siglo IV afirmaba que “si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero”. Entiéndase que el santo padre no hacía si no evidenciar los excesos de una moral androcéntrica en torno a la familia y la sexualidad en el contexto sociocultural del Imperio Romano.
Peor es cuando se recurre a lecturas textuales de pasajes bíblicos como 1Cor 7, 10-11 o Mt 5, 32 para condenar a la persona que se divorcia y comienza otra relación. Estos textos no pueden entenderse fuera de su pretensión última, que no es otra que la protección de la mujer frente a las trágicas consecuencias que, para ellas, tenía el repudio. La necesidad de proteger a la parte débil de la pareja (la mujer y los hijos) es lo que fue consolidando, en los primeros siglos de historia de la Iglesia, la condena del divorcio.
Le mando a Rafa el aliento del papa Francisco cuando dijo acoger “las consideraciones de muchos Padres sinodales, quienes quisieron expresar que los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo […] para que no solo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos” (AL 299).
Conviene sacudirse el polvo.