Por la calle del Comercio baja una algarabía que porta banderas rojas y negras. Se para enfrente de la Puerta del Perdón de la catedral de Toledo y repite las consignas, ahora comprensibles: “Religión, fuera de las aulas”. La escena tiene un cierto aire de ficción y aflora la sospecha de que de un momento a otro alguien gritará “cooorten”. Pero no.
Hay una ligera pausa para que las alrededor de dos docenas de personas recompongan el grupo, recapitulen consignas y miren de reojo a la cohorte de paraguas de vivos colores que portan japoneses y que amenazan seriamente con engullir la pancartería revolucionaria en este caluroso 1 de mayo. En realidad, la lucha “de clases” hoy no es con la Iglesia, sino con un sistema que aboca a la indiferencia con el otro, siempre y cuando tengamos nosotros asegurado un paraguas que nos resguarde de la inclemencia.
Los manifestantes bajaban de la plaza de Zocodover, en su día lugar para los autos de fe y hoy punto de salida del trenecito turístico, siempre abarrotado. Decía Gregorio Marañón, que encontró en Toledo “la luz de mi vida” y que la ciudad le correspondió nombrándole hijo adoptivo, que de aquella intransigencia inquisitorial viene “el resentimiento anticlerical que aún perdura entre nosotros y que es uno de los motivos de disgregación del alma nacional”.
Hoy son grupos como los que gritan estas consigas los que tienen que hacer su auto de fe para quemar lo viejo y salir renovados. Se les necesita sin resabios. Hoy se caen aquellas viejas consignas porque, desde la Rerum Novarum, hace ahora 125 años, ya no se sostienen tantos estereotipos. Es una pena que el único movimiento que se atisba en el grupo –y en tantos otros en el mundo sindical– sea el ondear de banderas en medio de un mar de paraguas multicolor.
En el nº 2.987 de Vida Nueva
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