Llevamos una temporada en la que cada día nos sorprende una novedad en torno a las vacunas. Al principio una de ellas solo estaba indicada para los menores de 55 años, luego pararon la vacunación porque había que investigar una reacción adversa, más tarde se amplió la edad, después volvimos a interrumpir su uso y la última novedad es que se la van a inyectar a quienes estén entre los 60 y 69 años, sin saber muy bien qué va a pasar con quienes han recibido una primera dosis. Ante una situación nueva, en la que nadie sabe muy bien qué ni cómo hacer, es normal que haya reajustes y cambios de planes. Con todo, no creo que ayude nada este baile de decisiones, pues solo genera desconfianza y pérdida de perspectiva. ¿Acaso los efectos secundarios no son objetivamente ridículos en proporción? ¿Es que hay algún medicamento que no esconda algún riesgo, por minúsculo que sea?
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No es que todo esto me afecte de forma directa, pues por edad y profesión ya tengo calculado que seré vacunada en torno al año 2030, pero me preocupa lo mal que, desde distintos ámbitos, se gestiona la incertidumbre ajena. El miedo es muy libre y muy traicionero. Esta situación está provocando que un bien innegable, como una vacuna, se mire con más sospecha cada vez. Infravaloramos de qué somos capaces o, más bien, incapaces cuando el temor asume las riendas de nuestra existencia y es él quien guía y dirige nuestras acciones.
El miedo como protagonista
Quizá no solemos pensarlo así, pero en la Pascua el miedo es también un poco protagonista. Solemos decir que es tiempo de alegría, de paz, de novedad… pero, si leemos los textos evangélicos, nos damos cuenta del papel que adquiere el temor en los encuentros con el Resucitado. Mateo no tiene reparo en afirmar que las mujeres salieron corriendo del sepulcro vacío con una curiosa mezcla de miedo y alegría (Mt 28,8). Esta paradójica combinación es posible cuando nos encontramos con el Señor, porque el regalo de la fe no nos exime de experimentar el temor que todos sentimos ante lo desconocido, pero sí que nos regala esa confianza “de fondo” que permanece más allá de los complejos acontecimientos y nos permite mantenernos a las riendas de nuestra vida.
En medio de la incertidumbre en la que estamos imbuidos, el reto es impedir que el temor se haga dueño de nuestra vida y nos lleve ahí donde no queremos estar. A esto nos ayudará sostenernos sobre la certeza de que Dios lo es de vivos y escuchar el cálido susurro del Resucitado repitiéndonos: “La paz con vosotros” (Jn 20,19-21).