En esta ruta histórica la Iglesia a lo largo de los siglos ha acuñado una cultura que ha permeado sociedades a lo largo de dos mil años; es cierto que su aporte ha sido una riqueza invaluable que hoy le da identidad a tantos y tantos pueblos.
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Pero, ¿eso sería el único camino para poder acercarse al aporte de la Iglesia al mundo?
Hoy queremos entendernos como una Iglesia que sepa aparte de construir o mantener edificios; sepa ser una Iglesia empática, fraterna y justa.
Uno de los retos más inmediatos que tenemos como Iglesia es dar paso de los conceptos, verdades y dogmas de fe, a tener por lo menos lo suficiente que sería desde una fluida oratoria a una creíble convicción de fe. Es por eso que la urgencia de evidenciar UNA VOZ, era necesario ante una realidad adolorida y vaciada de esperanza.
Gracias a la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) por pronunciarse de esta manera, por ser la VOZ ESPERADA; la voz de la Iglesia en tiempo de COVID no debe de estar replegada al viejo discurso “ustedes padrecitos dedíquense a la suyo…” (y algunos se lo creyeron por miedo, conveniencia o incluso por mediocridad); la voz de la Iglesia no puede reducirse solamente a dar instrucciones como sobrecargo de vuelo, al modo de cómo regresar al templo después del confinamiento… la voz de la Iglesia ha de ser consuelo y misericordia, pero también ha de ser un abrazo donde tras el desahogo viene la acción; este abrazo estaba pendiente y era importante que llegara.
Ahora el reto como muchos retos más, es pasar de una pastoral de piedad, de moralismos, de sacramentalismo, de discursos o documentos; a una pastoral de misericordia es decir: ser la voz, la mirada y las manos de Jesús con los invisibles, olvidados y señalados, la Iglesia no puede ser abandonada por cuidar las formas o los proyectos establecidos; la compasión parte de la mirada profunda que exige actuar, la acción parte de hacer PRESENCIA, aun sin tener todas las respuestas, pero “NO ME ABANDONES”… ¡no lo haremos, no lo podemos, no lo queremos hacer!