Los atentados de Sri Lanka son un doloroso eco de la crucifixión. La imagen de inocentes asesinados por su fe provoca todo un grupo de imágenes que incluyen el martirio, el conflicto religioso, la condena a religiones completas, la venganza y las luchas geopolíticas. Y eso es solo una muestra, el Departamento de Paz e Investigación de Conflictos Uppsala registró 164 conflictos de violencia organizada en 2017, prácticamente el doble de los 81 que hubo en el 2010. La guerra, el terrorismo y el crimen organizado cobran cerca de 200 mil vidas por año (Pettersson y Eck. 2018). Piénsalo por un momento: esto equivale a 550 muertos cada día y estamos hablando exclusivamente de conflictos entre grupos armados.
Pero en medio de este gran campo minado que es el mundo, también surge otra voz. Desde una colina, esta voz clama a trabajar por la Paz para así ser llamados hijos de Dios. Desde una agonía coronada de espinas invita a perdonar, pues los perpetradores no saben lo que hacen. ¿Cómo puede ser tal cosa?
La paz es un estado de tranquilidad y concordia. Es intrapersonal, relacional, grupal y comunitaria. Supera, mediante el acuerdo voluntario y la armonía, a la disposición forzada del vasallaje, donde unos son sometidos frente a otros. Trasciende, por su estabilidad y visión de futuro, a la tensa no-violencia de la tregua, que tan solo es una suspensión temporal de hostilidades.
El primer paso por la paz está en nuestra propia mentalidad, y para ello necesitamos hacer conciencia y desterrar los mitos de la violencia como mal aparente, necesario o útil a nuestros propósitos.
Violencia inercial
La mentalidad pro-violencia está tan entretejida en nuestra vida cotidiana que para muchos de nosotros es tan natural que ya ni nos damos cuenta. Enseñamos a los niños himnos nacionales que son apologías de la guerra, les damos juguetes bélicos y videojuegos plagados de retos asesinos. Mientras tanto, ellos nos observan cómo resolvemos nuestras diferencias entre adultos mediante el uso de la fuerza. Para los jóvenes, la guerra es glorificada en el cine y en el arte, los servicios militares son obligatorios. Vinculamos la muerte bélica con el honor, el respeto y la admiración, dándoles pistas falsas para construir su identidad. Para los adultos, nos alimentamos de violencia en series y noticieros, construimos las narrativas históricas de nuestras naciones como secuencias de conflictos armados, admiramos la estrategia militar desde la empresa y justificamos la violencia bajo argumentos económicos, ideológicos y pseudo religiosos.
Crisis y consciencia
Todo lo anterior pareciera ser trivial o intrascendente, hasta que el daño nos toca en lo personal. Entonces caemos en cuenta del dolor y daño irreparable que significan la pérdida de un solo ser humano, en este caso un conocido o un ser querido. Y entonces nos cuestionamos cómo llegamos a tal punto.
Las sobredosis de violencia que vivimos nos llevaron a asimilarla, enseñándonos a resolver las dificultades por la mala y a vivir en un estado de inquietud constante. Con el tiempo una vida violenta, equivale a vivir en medio un zarzal. Aventurarse a transitar, implica al menos salir rasguñado. A cada paso e interacción surgen nuevas micro agresiones, que se entierran como espinas. Con el tiempo el miedo y la paranoia invitan a no moverse y el aislamiento nos condena a una pasividad frustrante.
Por la paz
Trabajar por la paz implica, en primer lugar, dejar de abonar mis zarzales. Y para ello puedo eliminar o limitar los bombardeos de violencia a los que libremente expongo mi vida. Por ejemplo, quizá me decida a dejar de ver noticieros por completo, pero si no me es posible, sí puedo privarme de esos medios especialmente proclives al escándalo o a la sangre. Lo mismo aplica a las series de Netflix, mis gustos literarios y a las personas que sigo en Facebook o Instagram.
Respecto a mis relaciones, ya he comentado sobre el aprender a detenodiar, a perdonar y a buscar el perdón. En complemento, me parece erróneo estereotipar a otros en la toxicidad. No solo es un juicio moral condenatorio a otro, que impide el encuentro. También nos priva a ambos de la misericordia y abre la puerta a que sea yo estereotipado en el futuro. Si acaso, lo que tocaría sería ponerme temporalmente a salvo frente a una hostilidad de otro que me daña, mas allá de mi capacidad para exhortarle hacia la paz.
Pero lo anterior no es lo mismo que salir huyendo frente a cada agresión externa. Mis recursos de adulto son muy superiores a los que tenía de niño y lo que antes era imposible quizá hoy sea perfectamente factible. Mis reflexiones pueden superar los impulsos. Los incentivos pueden ser más eficaces que los castigos. En grupo, podemos optar por la educación y la cortesía. La tolerancia puede avanzar hacia el respeto y después al aprecio. Aportamos en beneficio propio y de otros, mejorando la convivencia. Razonando, somos capaces de construir mejores acuerdos y leyes cada vez más justas. Superamos el caos con orden y vencemos al mal con el bien.
Eventualmente recrearemos amplios espacios de armonía, donde colinas y montañas romperán a cantar con nosotros, los árboles aplaudirán en el campo. En vez de zarzales habrá bosques; arbustos de flores, en lugar de espinos. Esa será la señal imperecedera que trabajamos creando, como hijos de Dios. (cf Is 54, 12-13 y Mt 5, 9). La dicha del trabajo genuino, que suma a la Paz.
Referencia: Pettersson, Therése and Eck, Kristine (2018) Organized violence, 1989-2017. Journal of Peace Research 55(4).